La Barraca | Page 7

Vicente Blasco Ibáñez
si alguien quería apoderarse de aquello, bien
sabido era el remedio.... ¡Pum! Un escopetazo de los que deshacen la
cabeza.

La moza se enardecía; brillaban en sus ojos chispas de ferocidad.
Resucitaba dentro de la ramera, pasiva bestia acostumbrada á los golpes,
la hija de la huerta, que desde que nace ve la escopeta colgada detrás de
la puerta y en las festividades aspira con delicia el humo de la pólvora.
Después de hablar del triste pasado, la curiosidad despierta de Rosario
fué preguntando por todos los de allá, y acabó en Pepeta. ¡Pobrecita!
Bien se veía que no era feliz. Joven aún, sólo revelaban su edad
aquellos ojazos claros de virgen, inocentones y tímidos. El cuerpo, un
puro esqueleto; y en el pelo rubio, de un color de mazorca tierna,
aparecían ya las canas á puñados antes de los treinta años. ¿Qué vida le
daba Pimentó? ¿Siempre tan borracho y huyendo del trabajo? Ella se lo
había buscado, casándose contra los consejos de todo el mundo. Buen
mozo, eso sí; le temblaban todos en la taberna de Copa, los domingos
por la tarde, cuando jugaba al truco con los más guapos de la huerta;
pero en casa debía ser un marido insufrible.... Aunque bien mirado,
todos los hombres eran iguales. ¡Si lo sabría ella! Unos perros que no
valían la pena de mirarlos. ¡Hija! ¡y qué desmejorada estaba la pobre
Pepeta!...
Un vozarrón de marimacho bajó como un trueno por el hueco de la
escalerilla.
--¡Elisa!... Sube pronto la leche. El señor está esperando.
Rosario empezó á reir de ella misma. Ahora se llamaba Elisa: ¿no lo
sabía? Era exigencia del oficio cambiar el nombre, así como hablar con
acento andaluz. Y remedaba con rústica gracia la voz del marimacho
invisible.
Pero á pesar de su regocijo, tuvo prisa en retirarse. Temía á los de
arriba. El vozarrón ó el señor de la leche podían darle algo malo por su
tardanza. Y subió veloz por la escalerilla, después de recomendar
mucho á Pepeta que pasase alguna vez por allí, para recordar juntas las
cosas de la huerta.
El cansado esquilón de la Ròcha repiqueteó más de una hora por las
calles de Valencia. Soltaron las mustias ubres hasta su última gota de

leche insípida, producto de un mísero pasto de hojas de col y
desperdicios, y al fin Pepeta emprendió la vuelta á su barraca.
La pobre labradora caminaba triste y pensativa bajo la impresión de
aquel encuentro. Recordaba, como si hubiera sido el día anterior, la
espantosa tragedia que se tragó al tío Barret con toda su familia.
Desde entonces, los campos que hacía más de cien años trabajaban los
ascendientes del pobre labrador habían quedado abandonados á orilla
del camino. Su barraca, deshabitada, sin una mano misericordiosa que
echase un remiendo á la techumbre ni un puñado de barro á las grietas
de las paredes, se iba hundiendo lentamente.
Diez años de continuo tránsito junto á aquella ruina habían conseguido
que la gente no se fijase ya en ella. La misma Pepeta hacía tiempo que
no había parado su atención en la vieja barraca. Ésta sólo interesaba á
los muchachos, que, heredando el odio de sus padres, se metían por
entre las ortigas de los campos yermos para acribillar á pedradas la
abandonada vivienda, romper los maderos de su cerrada puerta, ó cegar
con tierra y pedruscos el pozo que se abría bajo una parra vetusta.
Pero aquella mañana, Pepeta, influída por su reciente encuentro, se fijó
en la ruina y hasta se detuvo en el camino para verla mejor.
Los campos del tío Barret, ó mejor dicho para ella, «del judío don
Salvador y sus descomulgados herederos», eran una mancha de miseria
en medio de la huerta fecunda, trabajada y sonriente. Diez años de
abandono habían endurecido la tierra, haciendo brotar de sus olvidadas
entrañas todas las plantas parásitas, todos los abrojos que Dios ha
criado para castigo del labrador. Una selva enana, enmarañada y
deforme se extendía sobre aquellos campos, con un oleaje de extraños
tonos verdes, matizado á trechos por flores misteriosas y raras, de esas
que sólo surgen en las ruinas y los cementerios.
Bajo las frondosidades de esta selva minúscula y alentados por la
seguridad de su guarida, crecían y se multiplicaban toda suerte de
bichos asquerosos, derramándose en los campos vecinos: lagartos
verdes de lomo rugoso, enormes escarabajos con caparazón de

metálicos reflejos, arañas de patas cortas y vellosas, hasta culebras, que
se deslizaban á las acequias inmediatas. Allí vivían, en el centro de la
hermosa y cuidada vega, formando mundo aparte, devorándose unos á
otros; y aunque causasen algún daño á los vecinos, estos los respetaban
con cierta veneración, pues las siete plagas de Egipto parecían poca
cosa á los de la huerta para arrojarlas sobre aquellos terrenos malditos.
Como las tierras del
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