La Barraca | Page 6

Vicente Blasco Ibáñez
cuantas monedas que todos
los días le dolían en el alma--, y se metió por las desiertas calles, que
animaba el cencerro de la Ròcha con un badajeo de melodía bucólica,
haciendo soñar á los adormecidos burgueses con verdes prados y
escenas idílicas de pastores.
Tenía sus parroquianos la pobre mujer esparcidos en toda la ciudad. Era
su marcha una enrevesada peregrinación por las calles, deteniéndose
ante las puertas cerradas; un aldabonazo aquí, tres y repique más allá, y
siempre, á continuación, el grito estridente y agudo, que parecía
imposible pudiese surgir de su pobre y raso pecho: «¡La lleeet!» Jarro
en mano bajaba la criada desgreñada, en chancleta, con los ojos
hinchados, á recibir la leche, ó la vieja portera, todavía con la mantilla
que se había puesto para ir á la misa del alba.

A las ocho, después de servir á todos sus clientes, Pepeta se vió cerca
del barrio de Pescadores.
Como también encontraba en él despacho, la pobre huertana se metió
valerosamente en los sucios callejones, que parecían muertos á aquella
hora. Siempre, al entrar, sentía cierto desasosiego, una repugnancia
instintiva de estómago delicado. Pero su espíritu de mujer honrada y
enferma sabía sobreponerse á esta impresión, y continuaba adelante con
cierta altivez vanidosa, con un orgullo de hembra casta, consolándose
al ver que ella, débil y agobiada por la miseria, aún era superior á otras.
De las cerradas y silenciosas casas salía el hálito de la crápula barata,
ruidosa y sin disfraz: un olor de carne adobada y putrefacta, de vino y
de sudor. Por las rendijas de las puertas parecía escapar la respiración
entrecortada y brutal del sueño aplastante después de una noche de
caricias de fiera y caprichos amorosos de borracho.
Pepeta oyó que le llamaban. En la puerta de una escalerilla le hacía
señas una buena moza, despechugada, fea, sin otro encanto que el de
una juventud próxima á desaparecer; los ojos húmedos, el moño torcido,
y en las mejillas manchas del colorete de la noche anterior: una
caricatura, un payaso del vicio.
La labradora, apretando los labios con un mohín de orgullo y desdén
para que las distancias quedasen bien marcadas, comenzó á ordeñar las
ubres de la Ròcha dentro del jarro que le presentaba la moza. Ésta no
quitaba la vista de la labradora.
--¡Pepeta!--dijo con voz indecisa, como si no tuviese la certeza de que
era ella misma.
Levantó su cabeza Pepeta; fijó por primera vez sus ojos en la
mujerzuela, y también pareció dudar.
--¡Rosario!... ¿eres tú?
Sí, ella era; lo afirmaba con tristes movimientos de cabeza. Y Pepeta,
inmediatamente, manifestó su asombro. ¡Ella allí!... ¡Hija de unos

padres tan honrados! ¡Qué vergüenza, Señor!...
La ramera, por costumbre del oficio, intentó acoger con cínica sonrisa,
con el gesto excéptico del que conoce el secreto de la vida y no cree en
nada, las exclamaciones de la escandalizada labradora. Pero la mirada
fija de los ojos claros de Pepeta acabó por avergonzarla, y bajó la
cabeza como si fuese á llorar.
No; ella no era mala. Había trabajado en las fábricas, había servido á
una familia como doméstica, pero al fin sus hermanas le dieron el
ejemplo, cansadas de sufrir hambre; y allí estaba, recibiendo unas veces
cariños y otras bofetadas, hasta que reventase para siempre. Era natural:
donde no hay padre y madre, la familia termina así. De todo tenía la
culpa el amo de la tierra, aquel don Salvador, que de seguro ardía en los
infiernos. ¡Ah, ladrón!... ¡Y cómo había perdido á toda una familia!
Pepeta olvidó su actitud fría y reservada para unirse á la indignación de
la muchacha. Verdad, todo verdad; aquel tío avaro tenía la culpa. La
huerta entera lo sabía. ¡Válgame Dios, y cómo se pierde una casa! ¡Tan
bueno que era el pobre tío Barret! ¡Si levantara la cabeza y viese á sus
hijas!... Ya sabían en la huerta que el pobre padre había muerto en el
presidio de Ceuta hacía dos años; y en cuanto á la madre, la infeliz
vieja había acabado de padecer en una cama del Hospital. ¡Las vueltas
que da el mundo en diez años! ¿Quién les hubiese dicho á ella y á sus
hermanas, acostumbradas á vivir en su casa como reinas, que acabarían
de aquel modo? ¡Señor! ¡Señor! ¡Libradnos de una mala persona!...
Rosario se animó con la conversación; parecía rejuvenecerse junto á
esta amiga de la niñez. Sus ojos, antes mortecinos, chispearon al
recordar el pasado. ¿Y su barraca? ¿Y las tierras? Seguían abandonadas,
¿verdad?... Esto le gustaba: ¡que reventasen, que se hiciesen la
santísima los hijos del pillo don Salvador!... Era lo único que podía
consolarla. Estaba muy agradecida á Pimentó y á todos los de allá
porque habían impedido que otros entrasen á trabajar lo que de derecho
pertenecía á su familia. Y
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