en Valencia de pequeños
objetos para la mujer ó para la casa.
Ya era de día completamente.
El espacio se había limpiado de tenues neblinas, transpiración nocturna
de los húmedos campos y las rumorosas acequias. Iba á salir el sol. En
los rojizos surcos saltaban las alondras con la alegría de vivir un día
más, y los traviesos gorriones, posándose en las ventanas todavía
cerradas, picoteaban las maderas, diciendo á los de adentro con su
chillido de vagabundos acostumbrados á vivir de gorra: «¡Arriba,
perezosos! ¡A trabajar la tierra, para que comamos nosotros!...»
En la barraca de Tòni, conocido en todo el contorno por Pimentó,
acababa de entrar su mujer, Pepeta, una animosa criatura, de carne
blancuzca y flácida en plena juventud, minada por la anemia, y que era
sin embargo la hembra más trabajadora de toda la huerta.
Al amanecer ya estaba de vuelta del Mercado. Levantábase á las tres,
cargaba con los cestones de verduras cogidas por Tòni al cerrar la
noche anterior entre reniegos y votos contra una pícara vida en la que
tanto hay que trabajar, y á tientas por los senderos, guiándose en la
obscuridad como buena hija de la huerta, marchaba á Valencia,
mientras su marido, aquel buen mozo que tan caro le costaba, seguía
roncando dentro del caliente estudi, bien arrebujado en las mantas del
camón matrimonial.
Los que compraban las hortalizas al por mayor para revenderlas
conocían bien á esta mujercita que antes del amanecer ya estaba en el
Mercado de Valencia, sentada en sus cestos, tiritando bajo el delgado y
raído mantón. Miraba con envidia, de la que no se daba cuenta, á los
que podían beber una taza de café para combatir el fresco matinal. Y
con una paciencia de bestia sumisa esperaba que le diesen por las
verduras el dinero que se había fijado en sus complicados cálculos, para
mantener á Tòni y llevar la casa adelante.
Después de esta venta corría otra vez hacia su barraca, deseando salvar
cuanto antes una hora de camino.
Entraba de nuevo en funciones para desarrollar una segunda industria:
después de las hortalizas, la leche. Y tirando del ronzal de una vaca
rubia, que llevaba pegado al rabo como amoroso satélite un ternerillo
juguetón, volvía á la ciudad con la varita bajo el brazo y la medida de
estaño para servir á los clientes.
La Ròcha, que así apodaban á la vaca por sus rubios pelos, mugía
dulcemente, estremeciéndose bajo una gualdrapa de arpillera, herida
por el fresco de la mañana, volviendo sus ojos húmedos hacia la
barraca, que se quedaba atrás, con su establo negro, de ambiente pesado,
en cuya paja olorosa pensaba con la voluptuosidad del sueño no
satisfecho.
Pepeta la arreaba con su vara. Se hacía tarde, é iban á quejarse los
parroquianos. Y la vaca y el ternerillo trotaban por el centro del camino
de Alboraya, hondo, fangoso, surcado de profundas carrileras.
Por los ribazos laterales, con un brazo en la cesta y el otro balanceante,
pasaban los interminables cordones de cigarreras é hilanderas de seda,
toda la virginidad de la huerta, que iban á trabajar en las fábricas,
dejando con el revoloteo de sus faldas una estela de castidad ruda y
áspera.
Esparcíase por los campos la bendición de Dios.
Tras los árboles y las casas que cerraban el horizonte asomaba el sol
como enorme oblea roja, lanzando horizontales agujas de oro que
obligaban á taparse los ojos. Las montañas del fondo y las torres de la
ciudad iban tomando un tinte sonrosado; las nubecillas que bogaban
por el cielo coloreábanse como madejas de seda carmesí; las acequias y
los charcos del camino parecían poblarse de peces de fuego. Sonaba en
el interior de las barracas el arrastre de la escoba, el chocar de la loza,
todos los ruidos de la limpieza matinal. Las mujeres agachábanse en los
ribazos, teniendo al lado el cesto de la ropa por lavar. Saltaban en las
sendas los pardos conejos, con su sonrisa marrullera, enseñando, al huir,
las rosadas posaderas partidas por el rabo en forma de botón; y sobre
los montones de rubio estiércol, el gallo, rodeado de sus cloqueantes
odaliscas, lanzaba un grito de sultán celoso, con la pupila ardiente y las
barbillas rojas de cólera.
Pepeta, insensible á este despertar que presenciaba diariamente, seguía
su marcha, cada vez con más prisa, el estómago vacío, las piernas
doloridas y las ropas interiores impregnadas de un sudor de debilidad
propio de su sangre blanca y pobre, que á lo mejor se escapaba durante
semanas enteras, contraviniendo las reglas de la naturaleza.
La avalancha de gente laboriosa que se dirigía á Valencia llenaba los
puentes. Pepeta pasó entre los obreros de los arrabales que llegaban con
el saquito del almuerzo pendiente del cuello, se detuvo en el fielato de
Consumos para tomar su resguardo--unas
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