La Barraca | Page 4

Vicente Blasco Ibáñez

palabras de los críticos de entonces, pasó de golpe á ser novela célebre.
El insigne periodista Miguel Moya la publicó en el folletón de El
Liberal, y luego empezó á remontarse, de edición en edición, hasta
alcanzar su cifra actual de 100.000 ejemplares, legales. Digo «legales»
porque en América se han hecho numerosas ediciones de esta obra sin
mi permiso. Á la traducción francesa siguieron otras y otras, en todos
los idiomas de Europa. Si se suman los ejemplares de sus numerosas
versiones extranjeras, pasan seguramente de un millón.
Algunos jóvenes que muestran exageradas impaciencias por obtener la
fama literaria y sus provechos materiales deben reflexionar sobre la
historia de esta novela, tan unida á mi nombre. Para las gentes amigas
de clasificaciones, que una vez encasillan á un autor ya no lo sacan, por
pereza mental, del alvéolo en que lo colocaron, yo seré siempre, escriba
lo que escriba, «el ilustre autor de LA BARRACA».

Y de LA BARRACA al publicarse en volumen se vendieron 500
ejemplares, y mi difunto amigo Sempere y yo nos repartimos 78
pesetas, ganancia líquida de la obra, llegando á obtener tal cantidad
gracias á que entonces los gastos de impresión eran mucho más baratos
que en los tiempos presentes.
V. B. I.
Mentón (Alpes Marítimos) 1925

LA BARRACA

I
Desperezóse la inmensa vega bajo el resplandor azulado del amanecer,
ancha faja de luz que asomaba por la parte del Mediterráneo.
Los últimos ruiseñores, cansados de animar con sus trinos aquella
noche de otoño, que por lo tibio de su ambiente parecía de primavera,
lanzaban el gorjeo final como si les hiriese la luz del alba con sus
reflejos de acero. De las techumbres de paja de las barracas salían las
bandadas de gorriones como un tropel de pilluelos perseguidos, y las
copas de los árboles empezaban á estremecerse bajo los primeros
jugueteos de estos granujas del espacio, que todo lo alborotaban con el
roce de sus blusas de plumas.
Apagábanse lentamente los rumores que habían poblado la noche: el
borboteo de las acequias, el murmullo de los cañaverales, los ladridos
de los mastines vigilantes.
Despertaba la huerta, y sus bostezos eran cada vez más ruidosos.
Rodaba el canto del gallo de barraca en barraca. Los campanarios de
los pueblecitos devolvían con ruidoso badajeo el toque de misa primera
que sonaba á lo lejos, en las torres de Valencia, esfumadas por la
distancia. De los corrales salía un discordante concierto animal:

relinchos de caballos, mugidos de vacas, cloquear de gallinas, balidos
de corderos, ronquidos de cerdos; un despertar ruidoso de bestias que,
al sentir la fresca caricia del alba cargada de acre perfume de
vegetación, deseaban correr por los campos.
El espacio se empapaba de luz; disolvíanse las sombras, como tragadas
por los abiertos surcos y las masas de follaje. En la indecisa neblina del
amanecer iban fijando sus contornos húmedos y brillantes las filas de
moreras y frutales, las ondulantes líneas de cañas, los grandes cuadros
de hortalizas, semejantes á enormes pañuelos verdes, y la tierra roja
cuidadosamente labrada.
Animábanse los caminos con filas de puntos negros y movibles, como
rosarios de hormigas, marchando hacia la ciudad. De todos los
extremos de la vega llegaban chirridos de ruedas, canciones perezosas
interrumpidas por el grito que arrea á las bestias, y de vez en cuando,
como sonoro trompetazo del amanecer, rasgaba el espacio un furioso
rebuzno del cuadrúpedo paria, como protesta del rudo trabajo que
pesaba sobre él apenas nacido el día.
En las acequias conmovíase la tersa lámina de cristal rojizo con
chapuzones que hacían callar á las ranas; sonaba luego un ruidoso batir
de alas, é iban deslizándose los ánades lo mismo que galeras de marfil,
moviendo cual fantásticas proas sus cuellos de serpiente.
La vida, que con la luz inundaba la vega, iba penetrando en el interior
de barracas y alquerías.
Chirriaban las puertas al abrirse, veíanse bajo los emparrados figuras
blancas que se desperezaban con las manos tras el cogote, mirando el
iluminado horizonte. Quedaban de par en par los establos, vomitando
hacia la ciudad las vacas de leche, los rebaños de cabras, los caballejos
de los estercoleros. Entre las cortinas de árboles enanos que
ensombrecían los caminos vibraban cencerros y campanillas, y
cortando este alegre cascabeleo sonaba el enérgico «¡arre, aca!»
animando á las bestias reacias.
En las puertas de las barracas saludábanse los que iban hacia la ciudad

y los que se quedaban á trabajar los campos.
--¡Bòn día mos done Deu![1].
[1] ¡Buen día nos dé Dios!
--¡Bòn día!
Y tras este saludo, cambiado con toda la gravedad propia de una gente
que lleva en sus venas sangre moruna y sólo puede hablar de Dios con
gesto solemne, se hacía el silencio si el que pasaba era un desconocido,
y si era íntimo, se le encargaba la compra
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