casa deb��a ser un marido insufrible.... Aunque bien mirado, todos los hombres eran iguales. ?Si lo sabr��a ella! Unos perros que no val��an la pena de mirarlos. ?Hija! ?y qu�� desmejorada estaba la pobre Pepeta!...
Un vozarr��n de marimacho baj�� como un trueno por el hueco de la escalerilla.
--?Elisa!... Sube pronto la leche. El se?or est�� esperando.
Rosario empez�� �� reir de ella misma. Ahora se llamaba Elisa: ?no lo sab��a? Era exigencia del oficio cambiar el nombre, as�� como hablar con acento andaluz. Y remedaba con r��stica gracia la voz del marimacho invisible.
Pero �� pesar de su regocijo, tuvo prisa en retirarse. Tem��a �� los de arriba. El vozarr��n �� el se?or de la leche pod��an darle algo malo por su tardanza. Y subi�� veloz por la escalerilla, despu��s de recomendar mucho �� Pepeta que pasase alguna vez por all��, para recordar juntas las cosas de la huerta.
El cansado esquil��n de la R��cha repiquete�� m��s de una hora por las calles de Valencia. Soltaron las mustias ubres hasta su ��ltima gota de leche ins��pida, producto de un m��sero pasto de hojas de col y desperdicios, y al fin Pepeta emprendi�� la vuelta �� su barraca.
La pobre labradora caminaba triste y pensativa bajo la impresi��n de aquel encuentro. Recordaba, como si hubiera sido el d��a anterior, la espantosa tragedia que se trag�� al t��o Barret con toda su familia.
Desde entonces, los campos que hac��a m��s de cien a?os trabajaban los ascendientes del pobre labrador hab��an quedado abandonados �� orilla del camino. Su barraca, deshabitada, sin una mano misericordiosa que echase un remiendo �� la techumbre ni un pu?ado de barro �� las grietas de las paredes, se iba hundiendo lentamente.
Diez a?os de continuo tr��nsito junto �� aquella ruina hab��an conseguido que la gente no se fijase ya en ella. La misma Pepeta hac��a tiempo que no hab��a parado su atenci��n en la vieja barraca. ��sta s��lo interesaba �� los muchachos, que, heredando el odio de sus padres, se met��an por entre las ortigas de los campos yermos para acribillar �� pedradas la abandonada vivienda, romper los maderos de su cerrada puerta, �� cegar con tierra y pedruscos el pozo que se abr��a bajo una parra vetusta.
Pero aquella ma?ana, Pepeta, influ��da por su reciente encuentro, se fij�� en la ruina y hasta se detuvo en el camino para verla mejor.
Los campos del t��o Barret, �� mejor dicho para ella, ?del jud��o don Salvador y sus descomulgados herederos?, eran una mancha de miseria en medio de la huerta fecunda, trabajada y sonriente. Diez a?os de abandono hab��an endurecido la tierra, haciendo brotar de sus olvidadas entra?as todas las plantas par��sitas, todos los abrojos que Dios ha criado para castigo del labrador. Una selva enana, enmara?ada y deforme se extend��a sobre aquellos campos, con un oleaje de extra?os tonos verdes, matizado �� trechos por flores misteriosas y raras, de esas que s��lo surgen en las ruinas y los cementerios.
Bajo las frondosidades de esta selva min��scula y alentados por la seguridad de su guarida, crec��an y se multiplicaban toda suerte de bichos asquerosos, derram��ndose en los campos vecinos: lagartos verdes de lomo rugoso, enormes escarabajos con caparaz��n de met��licos reflejos, ara?as de patas cortas y vellosas, hasta culebras, que se deslizaban �� las acequias inmediatas. All�� viv��an, en el centro de la hermosa y cuidada vega, formando mundo aparte, devor��ndose unos �� otros; y aunque causasen alg��n da?o �� los vecinos, estos los respetaban con cierta veneraci��n, pues las siete plagas de Egipto parec��an poca cosa �� los de la huerta para arrojarlas sobre aquellos terrenos malditos.
Como las tierras del t��o Barret no ser��an nunca para los hombres, deb��an anidar en ellas los bicharracos asquerosos, y cuantos m��s, mejor.
En el centro de estos campos desolados, que se destacaban sobre la hermosa vega como una mancha de mugre en un manto regio de terciopelo verde, alz��base la barraca, �� m��s bien dicho, ca��a, con su montera de paja despanzurrada, ense?ando por las aberturas que agujerearon el viento y la lluvia su carcomido costillaje de madera. Las paredes, ara?adas por las aguas, mostraban sus adobes de barro crudo, sin m��s que unas liger��simas manchas blancas que delataban el antiguo enjalbegado. La puerta estaba rota por debajo, ro��da por las ratas, con grietas que la cortaban de un extremo �� otro. Dos �� tres ventanillas, completamente abiertas y martirizadas por los vendavales, pend��an de un solo gozne, �� iban �� caer de un momento �� otro, apenas soplase una ruda ventolera.
Aquella ruina apenaba el ��nimo, oprim��a el coraz��n. Parec��a que del casuco abandonado fuesen �� salir fantasmas en cuanto cerrase la noche; que de su interior iban �� partir gritos de personas asesinadas; que toda aquella maleza era un sudario ocultando debajo de ��l centenares de cad��veres.
Im��genes horribles era lo que inspiraba la contemplaci��n de estos campos abandonados; y
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