La Barraca | Page 6

Vicente Blasco Ibáñez
est��mago delicado. Pero su esp��ritu de mujer honrada y enferma sab��a sobreponerse �� esta impresi��n, y continuaba adelante con cierta altivez vanidosa, con un orgullo de hembra casta, consol��ndose al ver que ella, d��bil y agobiada por la miseria, a��n era superior �� otras.
De las cerradas y silenciosas casas sal��a el h��lito de la cr��pula barata, ruidosa y sin disfraz: un olor de carne adobada y putrefacta, de vino y de sudor. Por las rendijas de las puertas parec��a escapar la respiraci��n entrecortada y brutal del sue?o aplastante despu��s de una noche de caricias de fiera y caprichos amorosos de borracho.
Pepeta oy�� que le llamaban. En la puerta de una escalerilla le hac��a se?as una buena moza, despechugada, fea, sin otro encanto que el de una juventud pr��xima �� desaparecer; los ojos h��medos, el mo?o torcido, y en las mejillas manchas del colorete de la noche anterior: una caricatura, un payaso del vicio.
La labradora, apretando los labios con un moh��n de orgullo y desd��n para que las distancias quedasen bien marcadas, comenz�� �� orde?ar las ubres de la R��cha dentro del jarro que le presentaba la moza. ��sta no quitaba la vista de la labradora.
--?Pepeta!--dijo con voz indecisa, como si no tuviese la certeza de que era ella misma.
Levant�� su cabeza Pepeta; fij�� por primera vez sus ojos en la mujerzuela, y tambi��n pareci�� dudar.
--?Rosario!... ?eres t��?
S��, ella era; lo afirmaba con tristes movimientos de cabeza. Y Pepeta, inmediatamente, manifest�� su asombro. ?Ella all��!... ?Hija de unos padres tan honrados! ?Qu�� verg��enza, Se?or!...
La ramera, por costumbre del oficio, intent�� acoger con c��nica sonrisa, con el gesto exc��ptico del que conoce el secreto de la vida y no cree en nada, las exclamaciones de la escandalizada labradora. Pero la mirada fija de los ojos claros de Pepeta acab�� por avergonzarla, y baj�� la cabeza como si fuese �� llorar.
No; ella no era mala. Hab��a trabajado en las f��bricas, hab��a servido �� una familia como dom��stica, pero al fin sus hermanas le dieron el ejemplo, cansadas de sufrir hambre; y all�� estaba, recibiendo unas veces cari?os y otras bofetadas, hasta que reventase para siempre. Era natural: donde no hay padre y madre, la familia termina as��. De todo ten��a la culpa el amo de la tierra, aquel don Salvador, que de seguro ard��a en los infiernos. ?Ah, ladr��n!... ?Y c��mo hab��a perdido �� toda una familia!
Pepeta olvid�� su actitud fr��a y reservada para unirse �� la indignaci��n de la muchacha. Verdad, todo verdad; aquel t��o avaro ten��a la culpa. La huerta entera lo sab��a. ?V��lgame Dios, y c��mo se pierde una casa! ?Tan bueno que era el pobre t��o Barret! ?Si levantara la cabeza y viese �� sus hijas!... Ya sab��an en la huerta que el pobre padre hab��a muerto en el presidio de Ceuta hac��a dos a?os; y en cuanto �� la madre, la infeliz vieja hab��a acabado de padecer en una cama del Hospital. ?Las vueltas que da el mundo en diez a?os! ?Qui��n les hubiese dicho �� ella y �� sus hermanas, acostumbradas �� vivir en su casa como reinas, que acabar��an de aquel modo? ?Se?or! ?Se?or! ?Libradnos de una mala persona!...
Rosario se anim�� con la conversaci��n; parec��a rejuvenecerse junto �� esta amiga de la ni?ez. Sus ojos, antes mortecinos, chispearon al recordar el pasado. ?Y su barraca? ?Y las tierras? Segu��an abandonadas, ?verdad?... Esto le gustaba: ?que reventasen, que se hiciesen la sant��sima los hijos del pillo don Salvador!... Era lo ��nico que pod��a consolarla. Estaba muy agradecida �� Piment�� y �� todos los de all�� porque hab��an impedido que otros entrasen �� trabajar lo que de derecho pertenec��a �� su familia. Y si alguien quer��a apoderarse de aquello, bien sabido era el remedio.... ?Pum! Un escopetazo de los que deshacen la cabeza.
La moza se enardec��a; brillaban en sus ojos chispas de ferocidad. Resucitaba dentro de la ramera, pasiva bestia acostumbrada �� los golpes, la hija de la huerta, que desde que nace ve la escopeta colgada detr��s de la puerta y en las festividades aspira con delicia el humo de la p��lvora.
Despu��s de hablar del triste pasado, la curiosidad despierta de Rosario fu�� preguntando por todos los de all��, y acab�� en Pepeta. ?Pobrecita! Bien se ve��a que no era feliz. Joven a��n, s��lo revelaban su edad aquellos ojazos claros de virgen, inocentones y t��midos. El cuerpo, un puro esqueleto; y en el pelo rubio, de un color de mazorca tierna, aparec��an ya las canas �� pu?ados antes de los treinta a?os. ?Qu�� vida le daba Piment��? ?Siempre tan borracho y huyendo del trabajo? Ella se lo hab��a buscado, cas��ndose contra los consejos de todo el mundo. Buen mozo, eso s��; le temblaban todos en la taberna de Copa, los domingos por la tarde, cuando jugaba al truco con los m��s guapos de la huerta; pero en
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