que tanto hay que trabajar, y �� tientas por los senderos, gui��ndose en la obscuridad como buena hija de la huerta, marchaba �� Valencia, mientras su marido, aquel buen mozo que tan caro le costaba, segu��a roncando dentro del caliente estudi, bien arrebujado en las mantas del cam��n matrimonial.
Los que compraban las hortalizas al por mayor para revenderlas conoc��an bien �� esta mujercita que antes del amanecer ya estaba en el Mercado de Valencia, sentada en sus cestos, tiritando bajo el delgado y ra��do mant��n. Miraba con envidia, de la que no se daba cuenta, �� los que pod��an beber una taza de caf�� para combatir el fresco matinal. Y con una paciencia de bestia sumisa esperaba que le diesen por las verduras el dinero que se hab��a fijado en sus complicados c��lculos, para mantener �� T��ni y llevar la casa adelante.
Despu��s de esta venta corr��a otra vez hacia su barraca, deseando salvar cuanto antes una hora de camino.
Entraba de nuevo en funciones para desarrollar una segunda industria: despu��s de las hortalizas, la leche. Y tirando del ronzal de una vaca rubia, que llevaba pegado al rabo como amoroso sat��lite un ternerillo juguet��n, volv��a �� la ciudad con la varita bajo el brazo y la medida de esta?o para servir �� los clientes.
La R��cha, que as�� apodaban �� la vaca por sus rubios pelos, mug��a dulcemente, estremeci��ndose bajo una gualdrapa de arpillera, herida por el fresco de la ma?ana, volviendo sus ojos h��medos hacia la barraca, que se quedaba atr��s, con su establo negro, de ambiente pesado, en cuya paja olorosa pensaba con la voluptuosidad del sue?o no satisfecho.
Pepeta la arreaba con su vara. Se hac��a tarde, �� iban �� quejarse los parroquianos. Y la vaca y el ternerillo trotaban por el centro del camino de Alboraya, hondo, fangoso, surcado de profundas carrileras.
Por los ribazos laterales, con un brazo en la cesta y el otro balanceante, pasaban los interminables cordones de cigarreras �� hilanderas de seda, toda la virginidad de la huerta, que iban �� trabajar en las f��bricas, dejando con el revoloteo de sus faldas una estela de castidad ruda y ��spera.
Esparc��ase por los campos la bendici��n de Dios.
Tras los ��rboles y las casas que cerraban el horizonte asomaba el sol como enorme oblea roja, lanzando horizontales agujas de oro que obligaban �� taparse los ojos. Las monta?as del fondo y las torres de la ciudad iban tomando un tinte sonrosado; las nubecillas que bogaban por el cielo colore��banse como madejas de seda carmes��; las acequias y los charcos del camino parec��an poblarse de peces de fuego. Sonaba en el interior de las barracas el arrastre de la escoba, el chocar de la loza, todos los ruidos de la limpieza matinal. Las mujeres agach��banse en los ribazos, teniendo al lado el cesto de la ropa por lavar. Saltaban en las sendas los pardos conejos, con su sonrisa marrullera, ense?ando, al huir, las rosadas posaderas partidas por el rabo en forma de bot��n; y sobre los montones de rubio esti��rcol, el gallo, rodeado de sus cloqueantes odaliscas, lanzaba un grito de sult��n celoso, con la pupila ardiente y las barbillas rojas de c��lera.
Pepeta, insensible �� este despertar que presenciaba diariamente, segu��a su marcha, cada vez con m��s prisa, el est��mago vac��o, las piernas doloridas y las ropas interiores impregnadas de un sudor de debilidad propio de su sangre blanca y pobre, que �� lo mejor se escapaba durante semanas enteras, contraviniendo las reglas de la naturaleza.
La avalancha de gente laboriosa que se dirig��a �� Valencia llenaba los puentes. Pepeta pas�� entre los obreros de los arrabales que llegaban con el saquito del almuerzo pendiente del cuello, se detuvo en el fielato de Consumos para tomar su resguardo--unas cuantas monedas que todos los d��as le dol��an en el alma--, y se meti�� por las desiertas calles, que animaba el cencerro de la R��cha con un badajeo de melod��a buc��lica, haciendo so?ar �� los adormecidos burgueses con verdes prados y escenas id��licas de pastores.
Ten��a sus parroquianos la pobre mujer esparcidos en toda la ciudad. Era su marcha una enrevesada peregrinaci��n por las calles, deteni��ndose ante las puertas cerradas; un aldabonazo aqu��, tres y repique m��s all��, y siempre, �� continuaci��n, el grito estridente y agudo, que parec��a imposible pudiese surgir de su pobre y raso pecho: ??La lleeet!? Jarro en mano bajaba la criada desgre?ada, en chancleta, con los ojos hinchados, �� recibir la leche, �� la vieja portera, todav��a con la mantilla que se hab��a puesto para ir �� la misa del alba.
A las ocho, despu��s de servir �� todos sus clientes, Pepeta se vi�� cerca del barrio de Pescadores.
Como tambi��n encontraba en ��l despacho, la pobre huertana se meti�� valerosamente en los sucios callejones, que parec��an muertos �� aquella hora. Siempre, al entrar, sent��a cierto desasosiego, una repugnancia instintiva de
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