de LA BARRACA?.
Y de LA BARRACA al publicarse en volumen se vendieron 500 ejemplares, y mi difunto amigo Sempere y yo nos repartimos 78 pesetas, ganancia l��quida de la obra, llegando �� obtener tal cantidad gracias �� que entonces los gastos de impresi��n eran mucho m��s baratos que en los tiempos presentes.
V. B. I.
Ment��n (Alpes Mar��timos) 1925
LA BARRACA
I
Desperez��se la inmensa vega bajo el resplandor azulado del amanecer, ancha faja de luz que asomaba por la parte del Mediterr��neo.
Los ��ltimos ruise?ores, cansados de animar con sus trinos aquella noche de oto?o, que por lo tibio de su ambiente parec��a de primavera, lanzaban el gorjeo final como si les hiriese la luz del alba con sus reflejos de acero. De las techumbres de paja de las barracas sal��an las bandadas de gorriones como un tropel de pilluelos perseguidos, y las copas de los ��rboles empezaban �� estremecerse bajo los primeros jugueteos de estos granujas del espacio, que todo lo alborotaban con el roce de sus blusas de plumas.
Apag��banse lentamente los rumores que hab��an poblado la noche: el borboteo de las acequias, el murmullo de los ca?averales, los ladridos de los mastines vigilantes.
Despertaba la huerta, y sus bostezos eran cada vez m��s ruidosos. Rodaba el canto del gallo de barraca en barraca. Los campanarios de los pueblecitos devolv��an con ruidoso badajeo el toque de misa primera que sonaba �� lo lejos, en las torres de Valencia, esfumadas por la distancia. De los corrales sal��a un discordante concierto animal: relinchos de caballos, mugidos de vacas, cloquear de gallinas, balidos de corderos, ronquidos de cerdos; un despertar ruidoso de bestias que, al sentir la fresca caricia del alba cargada de acre perfume de vegetaci��n, deseaban correr por los campos.
El espacio se empapaba de luz; disolv��anse las sombras, como tragadas por los abiertos surcos y las masas de follaje. En la indecisa neblina del amanecer iban fijando sus contornos h��medos y brillantes las filas de moreras y frutales, las ondulantes l��neas de ca?as, los grandes cuadros de hortalizas, semejantes �� enormes pa?uelos verdes, y la tierra roja cuidadosamente labrada.
Anim��banse los caminos con filas de puntos negros y movibles, como rosarios de hormigas, marchando hacia la ciudad. De todos los extremos de la vega llegaban chirridos de ruedas, canciones perezosas interrumpidas por el grito que arrea �� las bestias, y de vez en cuando, como sonoro trompetazo del amanecer, rasgaba el espacio un furioso rebuzno del cuadr��pedo paria, como protesta del rudo trabajo que pesaba sobre ��l apenas nacido el d��a.
En las acequias conmov��ase la tersa l��mina de cristal rojizo con chapuzones que hac��an callar �� las ranas; sonaba luego un ruidoso batir de alas, �� iban desliz��ndose los ��nades lo mismo que galeras de marfil, moviendo cual fant��sticas proas sus cuellos de serpiente.
La vida, que con la luz inundaba la vega, iba penetrando en el interior de barracas y alquer��as.
Chirriaban las puertas al abrirse, ve��anse bajo los emparrados figuras blancas que se desperezaban con las manos tras el cogote, mirando el iluminado horizonte. Quedaban de par en par los establos, vomitando hacia la ciudad las vacas de leche, los reba?os de cabras, los caballejos de los estercoleros. Entre las cortinas de ��rboles enanos que ensombrec��an los caminos vibraban cencerros y campanillas, y cortando este alegre cascabeleo sonaba el en��rgico ??arre, aca!? animando �� las bestias reacias.
En las puertas de las barracas salud��banse los que iban hacia la ciudad y los que se quedaban �� trabajar los campos.
--?B��n d��a mos done Deu![1].
[1] ?Buen d��a nos d�� Dios!
--?B��n d��a!
Y tras este saludo, cambiado con toda la gravedad propia de una gente que lleva en sus venas sangre moruna y s��lo puede hablar de Dios con gesto solemne, se hac��a el silencio si el que pasaba era un desconocido, y si era ��ntimo, se le encargaba la compra en Valencia de peque?os objetos para la mujer �� para la casa.
Ya era de d��a completamente.
El espacio se hab��a limpiado de tenues neblinas, transpiraci��n nocturna de los h��medos campos y las rumorosas acequias. Iba �� salir el sol. En los rojizos surcos saltaban las alondras con la alegr��a de vivir un d��a m��s, y los traviesos gorriones, pos��ndose en las ventanas todav��a cerradas, picoteaban las maderas, diciendo �� los de adentro con su chillido de vagabundos acostumbrados �� vivir de gorra: ??Arriba, perezosos! ?A trabajar la tierra, para que comamos nosotros!...?
En la barraca de T��ni, conocido en todo el contorno por Piment��, acababa de entrar su mujer, Pepeta, una animosa criatura, de carne blancuzca y fl��cida en plena juventud, minada por la anemia, y que era sin embargo la hembra m��s trabajadora de toda la huerta.
Al amanecer ya estaba de vuelta del Mercado. Levant��base �� las tres, cargaba con los cestones de verduras cogidas por T��ni al cerrar la noche anterior entre reniegos y votos contra una p��cara vida en la
Continue reading on your phone by scaning this QR Code
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the
Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.