al propio obispo si venía a visitar la villa.
Y no se crea que Juana sabía sólo hacer los guisos locales, sino que
también había importado y añadido a la cocina indígena no pocos
platos forasteros de más o menos remotos países, entre las cuales platos
o manjares descollaban los celebérrimos bizcochos de yema, que sólo
hacían unas monjas de Ecija, de cuyo secreto tradicional no se
comprende por qué arte o maña prodigiosa ella había sabido apoderarse.
Confeccionaba, por último, varios platos de origen francés, cuyos
nombres enrevesados habían venido a modificarse poniéndose de
acuerdo con la pronunciación española. Así, por ejemplo, chuletas a la
balsamela, lenguados inglatines y angulas fritas con salmorejo tártaro.
No era todo esto lo más admirable. Lo más admirable era que Juana,
sobre ser la más sabia cocinera y repostera del lugar, era también su
primera modista.
Casi siempre tenía una o dos oficialas que cosían para ella, y ella
cortaba vestidos con tanto arte y primor como Worth o la Doucet en la
capital de Francia.
Las señoras y señoritas más pudientes y aficionadas al lujo acudían,
pues, a Juana para sus trajes de empeño, cuando había que lucirlos ya
en una boda, ya en una feria o ya en el baile que solía darse en las
Consistoriales el día del Santo Patrón.
Juana, por último, no era sólo sabia y operosa en las artes del deleite,
sino que ejercía también, aunque no estaba examinada ni tenía título,
un menester o profesión de la más alta importancia social.
Era peritísima y agilísima para ayudar a cualquier mujer en los más
duros trances de Lucina, y muchas se confiaban y se entregaban a ella,
porque jamás se le había desgraciado ninguna criatura, y porque la
madre como no fuese muy enclenque, a los seis o siete días de salir de
su cuidado estaba ya en pie, y a menudo iba a misa, y si se presentaba
la ocasión bailaba el bolero.
Con todas estas habilidades y excelencias, Juana la Larga no podía
menos de ser querida y estimada en Villalegre, consiguiendo que su
severa y más alta sociedad o _high-life_ le hubiese perdonado un desliz
o tropiezo que tuvo en sus mocedades.
IV
En el momento en que va a empezar la acción de esta verdadera historia,
Juana tendría unos cuarenta años muy cumplidos, si bien conservaba
aún restos de su antigua belleza, que había sido notable cuando ella
tenía veinte años; pero como entonces era muy pobre y no había
descubierto ni mostrado sus grandes habilidades, no encontró, a pesar
de su mérito, novio que le acomodase, y tuvo que permanecer soltera.
A lo que se cuenta, cierto oficial de Caballería que vino por aquellos
lugares a comprar caballos para la Remonta, y que era guapísimo y
muy gracioso y divertido, se enamoró de Juana y logró enamorarla. No
se sabe si le dio palabra de casamiento o no se la dio; pero lo cierto es
que el bueno del oficial tuvo que irse a la guerra civil, que ardía en las
Provincias Vascongadas, y allí le mató una bala carlista, que le
agujereó el cráneo y se le entró en los sesos.
Juana quedó, pues, semiviuda. Póstuma o no póstuma, tuvo una niña
preciosa, a quien dieron en la pila bautismal el mismo nombre que a su
madre. El vulgo añadió después al nombre el mismo epíteto, por donde
esta niña, que será la principal heroína de nuestra historia, vino a ser
apellidada Juanita la Larga.
Su madre la crió con eran cariño y esmero, sin recatarse y sin disimular
que ella era su hija, lo cual hubiera sido en aquel Jugar, donde todo se
sabía, el más inútil de los disimulos. Juana crió, pues, a sus pechos a
Juanita; siempre la llamaba hija, y Juanita desde que empezó a hablar,
llamaba a Juana madre a boca llena.
Esto era considerado como una gran desvergüenza entre las personas
severas del lugar, que clamaban contra el escándalo y mal ejemplo;
pero poco a poco todos se fueron acostumbrando, y al cabo de algunos
años nada parecía más natural ni más justo sino que Juanita fuese hija
de Juana, a la cual no faltaron tampoco defensores, ya razonables, ya
fervorosos, que alababan el cariño y la devoción maternal de la madre a
la hija, y que cuando eran algo maldicientes no dejaban de comparar a
Juana con otras que pasaban por honradísimas y que hasta tenían la
insolencia de presumir de casi santas. De ellas se murmuraba, con más
o menos fundamento, que habían tenido también fruto, y no de
bendición, del cual se habían desprendido o enviándole a la Inclusa o
sabe Dios o el diablo de qué otra manera.
El epíteto de Larga dado a Juanita no era sólo por herencia; sino que
era
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