Juanita La Larga | Page 3

Juan Valera
encarnada en ese
determinado tipo de mujer que Valera, se complace en describir y
animar constituye, a mi entender, una tesis y su viviente demostración.
Contra el pesimismo y el determinismo propios del naturalismo, Valera
nos mostrará un mundo en el que la libre decisión y el optimismo
alcanzan el triunfo. Todas sus heroínas tienen algo grave--a los ojos de
la sociedad de su tiempo--que hacerse perdonar. Y lo que Valera nos
muestra es, por así decirlo, de lo que es capaz una mujer si tiene

resolución y buenas hechuras. Pobreza extrema y vileza de nacimiento
cierran el horizonte de Juanita, hija de Juana la Larga, y le prohíben,
por ejemplo, vestirse de seda, mas se trata de una criatura indómita y...
el lector va a verla actuar por sí mismo en las páginas que siguen, y no
debo adelantarle las sorpresas que le esperan. Pero Valera profesaba
ciertamente la religión del arte, y esa y otras tesis se hacen casi
invisibles tras las peripecias de los personajes y la prosa admirable que
constituye su sobrehaz y su atractivo.
Es opinión compartida--a la que, en esta oportunidad, me sumo--que
Juanita la Larga es la mejor entre las novelas que escribió Valera. La
multiplicidad de los personajes con relieve en la trama, sin mengua del
protagonismo de la heroína; las sucesivas transformaciones de la
situación, que sin interrupción reinician y amplían la historia; el
razonable reparto de bondad y malicia entre los que hacen el
papel--inevitable--de buenos y malos; la perfección que alcanzan
algunos de los clisés, ya ensayados por el autor en anteriores
producciones, son algunas de entre las razones que lo justifican, y a las
que me cabe aludir en las contadas líneas de este prólogo.
PAULINO GARAGORRI

I
Cierto amigo mío, diputado novel, cuyo nombre no pongo aquí porque
no viene al caso, estaba entusiasmadísimo con su distrito y
singularmente con el lugar donde tenía su mayor fuerza, lugar que
nosotros designaremos con el nombre de Villalegre. Esta rica, aunque
pequeña población de Andalucía, estaba muy floreciente entonces,
porque sus fértiles viñedos, que aún no había destruido la filoxera,
producían exquisitos vinos, que iban a venderse a Jerez para convenirse
en jerezanos.
No era Villalegre la cabeza del partido judicial, ni oficialmente la
población mas importante del distrito electoral de nuestro amigo; pero
cuantos allí tenían voto estaban tan subordinados a un grande elector,

que todos votaban unánimes y, según suele decirse, volcaban el
puchero en favor de la persona que el gran elector designaba. Ya se
comprende que esta unanimidad daba a Villalegre, en todas las
elecciones, la más extraordinaria preponderancia.
Agradecido nuestro amigo al cacique de Villalegre, que se llamaba don
Andrés Rubio, le ponía por las nubes y nos le citaba como prueba y
ejemplo de que la fortuna no es ciega y de que concede su favor a quien
es digno de él, pero con cierta limitación, o sea sin salir del círculo en
que vive y muestra su valer la persona afortunada.
Sin duda, don Andrés Rubio, si hubiera vivido en Roma en los
primeros siglos de la era cristiana, hubiera sido un Marco Aurelio o un
Trajano; pero como vivía en Villalegre y en nuestra edad, se contentó y
se aquietó con ser el cacique, o más bien el cesar o el emperador de
Villalegre, donde ejercía mero y mixto imperio y donde le acataban
todos obedeciéndole gustosos.
El diputado novel, no obstante, ensalzaba más a otro sujeto del distrito,
porque sin él no se mostraba la omnipotencia bienhechora de don
Andrés Rubio. Así como Felipe II, Luis XIV, el papa León X y casi
todos los grandes soberanos han tenido un ministro favorito y constante,
sin el cual tal vez no hubieran desplegado su maravillosa actitud ni
hubieran obtenido la hegemonía para su patria, don Andrés Rubio tenía
también su ministro que, dentro del pequeño círculo donde funcionaba,
era un Bismarck o un Cavour. Se llamaba este personaje don Francisco
López y era secretario del Ayuntamiento, pero nadie le llamaba sino
don Paco.
Aunque había cumplido ya cincuenta y tres años, estaba tan bien
conservado que parecía mucho más joven. Era alto, enjuto de carnes,
ágil y recio, con poquísimas canas aún, atusados y negros los bigotes y
la barba, muy atildado y pulcro en toda su persona y traje, y con ojos
zarcos, expresivos y grandes. No le faltaba ni muela ni diente, que los
tenía sanos, firmes y muy blancos e iguales.
Pasaba don Paco por hombre de amenísima y regocijada conversación,
salpicada de chistes con que hacía reír sin ofender mucho ni lastimar al

prójimo, y por hábil narrador de historias, porque conocía
perfectamente la vida y milagros, los lances de amor y fortuna y la
riqueza y la pobreza de cuantos seres humanos respiraban y vivían en
Villalegre y
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