en veinte leguas a la redonda.
Esto, en lo tocante al agrado. Para lo útil, don Paco valía más: era un
verdadero factótum. Como en el pueblo, si bien había dos licenciados y
tres doctores en Derecho, eran abogados Peperris, o sea, de secano,
todos acudían a don Paco, que rábula y jurisperito, sabía más de leyes
que el que las inventó, y los ayudaba a componer o componía cualquier
pedimento o alegato sobre negocio litigioso de algún empeño y cuantía.
El escribano era un zoquete, que había heredado la escribanía de su
padre, y que sin las luces y la colaboración de don Paco apenas se
atrevía a redactar ni testamento, ni contrato matrimonial, de
arrendamiento o de compraventa, ni escritura de particiones. El alcalde
y los concejales, rústicos labradores, por lo común, a quienes don
Andrés Rubio hacía elegir o nombrar, le estaban sometidos y devotos, y
como no entendían de reglamentos ni de disposiciones legales sobre
administración y hacienda, don Paco era quien repartía las
contribuciones y lo disponía todo. Cuidaba al mismo tiempo de la
limpieza de la villa, de la conservación de las Casas Consistoriales y
demás edificios públicos y del buen orden y abastecimiento de la
carnicería y de los mercados de granos, legumbres y frutas; y era tan
campechano y dicharachero, que alcanzaba envidiable favor entre los
hortelanos y verduleras, quienes solían enviar a su casa, para su regalo,
según la estación, ya higos almibarados, ya tiernas lechugas, ya
exquisitas ciruelas claudias o ya los melones más aromáticos y dulces.
El carnicero estaba con don Paco a partir un piñón, y de seguro que sí
alguna becerrita se perniquebraba y había que matarla, lo que es los
sesos, la lengua y lo mejorcito del lomo no se presentaba en otra mesa
sino en la de don Paco, a no ser en la de su hija, de quien hablaremos
después.
Asombrosa era la actividad de don Paco, pero distaba mucho de ser
estéril. Con tantos oficios florecía él y medraba que era una bendición
del Cielo, y aunque había empezado en su mocedad por no poseer más
que el día y la noche, había acabado por ser propietario de buenas
fincas. Poseía dos hazas en el ruedo, de tres fanegas la una. La otra sólo
tenía una fanega y cinco celemines; pero como allá en lo antiguo había
estado el cementerio en aquel sitio, la tierra era muy generosa y
producía los garbanzos más mantecosos y más gordos y tiernos que se
comían en toda la provincia, y en cuya comparación eran balines los
celebrados garbanzos de Alfarnate. Poseía también don Paco quince
aranzadas de olivar, cuyos olivos no eran ningunos cantacucos, sino
muy frondosos y que llevaban casi todos los años abundante cosecha de
aceitunas, siendo famosas las gordales, que él hacía aliñar muy bien, y
que, según los peritos en esta materia, sobrepujaban a las más sabrosas
aceitunas de Córdoba, tan celebradas ya en La gatomaquia por el Fénix
de los Ingenios, Lope de Vega.
Por último, poseía don Paco la casa en que vivía, donde no faltaban
bodega con diez tinajas de las mejores de Lucena, un pequeño lagar y
una candiotera con más de veinte pipas entre chicas y grandes. Para
llenar las pipas y las tinajas era don Paco dueño de un hermoso majuelo,
que casi tenía seis fanegas de extensión; y aunque su producto no
bastaba, solía él comprar mosto en tiempo de la vendimia, o más bien
comprar uva, que pisaba en el lagar de su casa.
Era esta de las buenas del pueblo, con corral donde había muchas
gallinas, y con patio enlosado y lleno de macetas de albahaca, brusco,
evónimo, miramelindos, dompedros y otras flores.
Claro está que para las faenas rústicas del lagar, del trasiego del vino y
de la confección del aceite, hombres y bestias entraban por una
puertecilla falsa que había en el corral. En suma, la casa era tal y tan
cómoda y señoril, que si la hubiera alquilado don Paco, en vez de
vivirla, no hubiese faltado quien le diese por ella cuatrocientos reales al
año, limpios de polvo y paja, esto es, pagando la contribución el
inquilino.
Menester es confesar que todo este florecimiento tenía una terrible
contra: la dependencia de don Andrés Rubio, dependencia de que era
imposible o por lo menos dificilísimo zafarse.
Por útiles y habilidosos que los hombres sean, y por muy aptos para
todo, no se me negará que rara vez llegan a ser de todo punto
necesarios, singularmente cuando hay por cima de ellos un hombre de
voluntad enérgica y de incontrastable poderío a quien sirven y de cuyo
capricho y merced están como colgados. Don Andrés Rubio había,
digámoslo así, hecho a don Paco; y así como le había hecho, podía
deshacerle. No le
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