soberbio trousseau queda
inútil y perdido; materia explotable para las revendedoras. Esta
preocupación aumentó al pasar al gabinete donde Nina, radiante,
enseñaba a sus amigas regalos y alhajas. De los abiertos estuches,
donde centelleaba la pedrería; de los reflejos lisos y fulgurantes de la
plata; del sutil y elegante contorno de los abanicos abiertos, mostrando
el incrustado varillaje y las artísticas pinturas del país; de los brazaletes
que han de ceñir la muñeca; de las cadenas que han de rodear el cuello,
se desprendía, se elevaba el concepto de algo definitivo, consumado,
irreparable. Cayo pensaba oír cómo le decían los objetos: «Tonto, pero
¿tú crees que no te has casado ya? Reflexiona. Tanto como la bendición
del cura, tanto como las fórmulas de la ley, y antes que todo ello,
casamos nosotros. Las vistas son ya el matrimonio hecho y derecho; las
cifras bordadas y entrelazadas de tu nombre y el de tu futura no
permiten que separéis vuestros destinos. No sueñes con romper lo que
unieron modistas, sastres, diamantistas y bordadoras. Te acordaste tarde.
Eres marido, eres consorte; se han realizado tus nupcias.»
Y Cayo, pensativo, oprimido el corazón, hizo un movimiento de
hombros, como quien dice: «Al agua», y, resuelto al consorcio, se
acercó al grupo, donde Nina le sonreía lo mismo que acababa de sonreír
a los demás.
Las caras
Al divisar, desde el tren, de bruces en la ventanilla, las torres barrocas
de Santa María del Hinojo, bronceadas sobre el cielo de una rosa fluido,
el corazón del viajero trepidó con violencia, sus manos se enfriaron. El
tiempo transcurrido desapareció, y la sensibilidad juvenil resurgió
impetuosa.
Eran las torres «únicas» de aquella «única» iglesia en que el sacristán la
había permitido repicar las campanas, admirar los nidos de las cigüeñas
emigradoras y cuya baranda había recorrido volando sobre el angosto
pasamano, y mirando sin vértigo, con curiosidad agria, de mozalbete, el
abismo hondo y luminoso de la plaza embaldosada, a cuarenta metros
bajo sus pies.
Y también le emocionaba la plaza, con sus soportales y sus acacias de
bola, y más allá, el jardín, donde era un esparcimiento arrancar plantas
y robar flores, y las calles y callejas tortuosas, los esconces sombríos de
las plazoletas, hasta las innobles estercoleras, secularmente
deshonradoras de la tapia del Mercado, le poblaban el alma de
gorjeadores recuerdos, todos dulces, porque, a distancia, contrariedades
y regocijos se funden en armonías de saudades...
Seguido del granuja que llevaba la maleta, saltarineando a la coscojita
los charcos menudos, el viajero apresuraba el paso, comiéndose con la
vista los lugares, anticipando la impresión infinitamente más fuerte y
honda de la primera cara conocida... Una de esas caras inconfundibles,
distintas de las demás que andan por el mundo, ya que en ella hemos
puesto lo íntimo de nuestro yo... Caras de compañeros de juegos y
diabluras, caras de parientes formales y babodos que regalan juguetes y
chupandinas, caras de maestros cuyas reprimendas y castigos son
sonrisas para el adulto, caras de muchachas graciosas en quienes
encarnaron los primeros ensueños, nada inmateriales, de la pubertad...
Caras, caras... En algunas caras se resume toda vida de hombre.
Y el viajero, de antemano, saboreaba el esperado momento... Según
avanzaba hacia el centro de la ciudad, cruzado el puente y transpuesto
el barrio de las Fruterías, veía la supuesta, la fantaseada primera cara
conocida que la casualidad iba a depararle, y que le iluminaba por
dentro, como alumbra la luna, embelleciéndolo, un páramo. Miraba
afanoso a derecha e izquierda, a los balcones, a todo transeúnte,
registraba los soportales, de siempre misteriosa penumbra... Los paletos
devolvían con insolencia la ojeada; los burgueses, con curiosidad. Una
muchacha se le rió en sus narices, provocándole. A la puerta de la
posada detúvose el viajero para depositar su maleta de mano, y
rehusando el desayuno que le ofrecían, interrogó al mozo:
-¿Sigue al frente de este parador don Saturio, el extremeño? ¿Uno
gordo, cano él?
-No, señor... Esto es fonda..., y la dirige una bilbaína.
-Y don Saturio, ¿dónde anda?
-No le puedo decir al señor...
El viajero tomó aprisa el camino de la plaza grande, puerilmente
orgulloso de saber atajar por callejas imposibles. ¡Si conocería él los
andurriales del pueblo! Iba derecho al café de las Américas, el mejor.
De muchacho, le costaba un triunfo y era una calaverada el pasar media
horita en el café de las Américas. Como allí bailaban flamenco, sobre
resonante estarivé, unas mozas pintorreadas, de ojos mazados por el
vicio, los padres vedaban a sus hijos que aportasen por semejante
perdedero... Y las caras revocadas de blanquete de las mozas -¡hacia
dónde habrían rodado ellas!- hubiesen conmovido, en aquel punto, al
viajero... ¡Sí; le hubiesen suscitado emoción pura, romántica!
Allí estaba, sin duda, el local, la puerta y el amplio escaparate..., pero el
vidrio, que antes dejaba ver las cabezas
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