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Emilia Pardo Bazán
virtud de lo dicho y
hecho, que tantas veces no responde ni a lo sentido ni a lo pensado,
Cayo, poco a poco, durante los meses de cortejo oficial, se había dado
cuenta, con una especie de terror, de que no quería a su futura.
Gustábale, eso sí; gustábale para la charla y el devaneo, para la somera
intriga amorosa, para la superficie y la película del sentimiento, que ni
sentimiento llega a ser, bien mirado; pero había momentos en que, a
aquella mujer que le gustaba, creía Cayo detestarla con todo su corazón,
y de buen grado le diría la frase del hierro al imán: «Te odio más que a
cosa alguna, porque atraes y no eres capaz de sujetar.» La tristeza y la
preocupación que algunos más observadores notaban en Cayo no tenían

otro origen sino esta idea, que, en vez de borrarse se alzaba de relieve, a
cada día más importuna, más tenaz, más torturadora. A nadie lo decía; a
nadie se hubiese atrevido a confiarlo. Se reirían de él. ¡Vaya una
ocurrencia! ¿No era Nina Valtierra una muchacha guapa, fina, lista, con
caudal, de parentela ilustre, de tan buena reputación como las demás de
su esfera y clase? ¿Qué tacha podía ponerle? ¿Qué requisito le faltaba?
Y Cayo, sonriendo con amargura, se decía a sí mismo: «La tacha es mía.
El requisito me falta a mí. Es que no la quiero. Y a ella también le falta
esa divina quisicosa. Tampoco me quiere. Casarse, bueno; quererse...,
no nos queremos de ninguno de los modos..., ni siquiera del modo
inferior. Ni aun disfrutaremos de la locura corta que termina en tontería
muy larga. Y ¿por qué no lo he visto antes? ¿Qué venda me cubría los
ojos a mí, que no estaba enamorado? Es -añadía Cayo, disculpándose a
sí mismo; en esto paran todos los soliloquios- que no me he fijado en
que el matrimonio es cosa seria, la más seria de la vida. He ido a él
como se va a una comida o a un sarao. Ahora veo que no tengo derecho
a casarme. Le diré la verdad a Nina. Es lo mejor... Antes de saltar al
precipicio, retroceder.»
No sin lucha, se decidió Granja a realizar este acto de sinceridad
inusitado. Adivinaba la extrañeza y los comentarios, el remolino de
escándalo que levanta al desbaratarse una boda; presentía las
reconvenciones de los padres; dolíale el bochorno de la novia. Con todo
eso, iba determinado ya. Hablaría con lisura, francamente; haría todas
las reservas y daría todas las explicaciones que pudiese apetecer el
amor propio, hasta la vanidad de Nina; proclamaría la verdad a gritos, o
si era preciso, la reemplazaría con la mentira más conveniente y
discreta; se declararía arruinado, enfermo, vicioso, lo que quisiesen y le
impusiesen; pero rompería la boda. ¡Ah, sí, la rompería!
Y subía la escalera del bonito palacete de los Valtierra, detenido a cada
peldaño por una felicitación, un apretón de manos, una frase de
amabilidad de los que acudían a admirar las vistas o se volvían
habiéndolas admirado. Al pronto, Cayo no entendía; tardó en hacerse
cargo del motivo de tantas enhorabuenas. Cuando acordó, sintió una
especie de golpe allá dentro, parecido a brusco encontronazo con la
realidad. ¡Las vistas! Sí; aquel día se enseñaban. ¿Tan pronto? ¡Sin

duda se había adelantado la fecha! Nina decía la víspera, riendo:
-¡Quia! Ni en ocho días es posible que se exponga el trousseau. Falta
una inmensidad de cosas. Solo por milagro...
El milagro estaba allí: el trousseau, completo, se exponía desde las tres
de la tarde..., y eran las seis. Aturdido, Cayo penetró, siguiendo la
corriente de los extraños, en el salón azul, y miró alrededor con género
de curiosidad, como se mira lo que no nos afecta personalmente. Le
asombró la cantidad, la calidad de lo expuesto, y esta idea, que el novio
no formulaba, se encargó de expresarla en voz alta Perico Gonzalvo, el
cual, tocándole familiarmente en el hombro a Cayo, dijo, con énfasis:
-¡Chico! ¡Menuda sangría al bolsillo de los papás!
Sí, todo aquello debía de haber costado mucho: una atrocidad de dinero.
Aunque los hombres, oficialmente, no entienden de trapos, el hábito y
el roce de la sociedad los convierte en expertos y casi en modistos.
Telas, guarniciones, cintas, bordados, pieles, se les presentan con su
valor, con su cifra al frente: son dinero gastado. ¡Vaya si se habían
corrido en los preparativos de la boda! Nunca se acababa de ver
preciosidades: los murmuraban con halagüeño y suave runrún las
señoras que iban desfilando, echando por última vez los lentecitos de
concha a los tableros cargados de magnificencias. Cayo sentía lo que
siente, si es artista, el que va a destruir, a arrasar algo bello y suntuoso.
Dos palabras de su boca, un «no quiero», y el
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