de los parroquianos paladeando
el negro brebaje, mostraba ahora filas de sombreros hongos colocados
simétricamente, con el precio fijo en grandes cifras: «12'50; 7'95.» Al
frente, el rótulo: La Última Moda. Sombrerería.
El viajero, desconcertado, siguió adelante, en busca de un café, que no
podía faltar... Tuvo que dar la vuelta a media plaza, hasta encontrarlo,
profuso en dorados, decorado con lunas altas y pinturas chillonas, que
el humo del tabaco empezaba a amortiguar.
-La mesa más cerca del vidrio...
Y, desdeñoso del bol humeante, ensopando distraídamente la tostada
embebida de rancia manteca, el viajero esperaba... Era domingo; las
amigas campanas del Hinojo llamaban a misa; la gente no tenía más
remedio que pasar por allí; avizoraría las caras, cuando desfilasen ante
él...
Advirtió al mozo:
-Al retirar el servicio del café, tráigame una botella de Martel y una
copa.
Sentía el cuerpo desazonado; la fría modorra de las noches de tren
entumecía sus venas; el café y la tostada habían caído como plomo en
su estómago dispéptico... Se acordaba de sus luchas, de tanto sudor y
fatiga para juntar un peto que le permitiese morir descansadamente
donde había nacido... La felicidad que se prometía estaba en aquel
momento representada por las caras, las caras en que iba a revivir la
esperanza, la frescura aterciopelada de los días en que la vida no pesa.
Temblaba de contento al pensar en el goce inexplicable y positivo que
causan unos rasgos fisonómicos -no los rasgos de una mujer adorada, ni
los venerados del padre o de la madre, no-; los de varios rostros que,
juntos, compendian la sugestión de la gran sirena del pasado,
infinitamente divino...
Mientras él aguardaba, estremecido, pasaban ante el vidrio caras y
caras, joviales, ceñudas, demacradas, rollizas; caras lampiñas y
barbudas, caras inteligentes y bestiales; caras de señoritas cuajadas en
un mohín de pudor pretencioso, caras de señoritos fumadores que sacan
los labios en gesto de bravata y chunga... Y el viajero, dando cuerda a
su energía a puros sorbos de coñac, no acababa de ver pasar, risueña,
bucles al viento, su juventud, su propia juventud ensoñadora...
¡No conocía ninguna, ninguna de aquellas caras que iban desfilando
hacia el pórtico de Santa María del Hinojo, donde hasta los angelotes
del retablo y los rudos santos de las archivoltas le conocían a él!
Al fin le pareció... ¡Sí, era indudable: reconocía varias caras!... ¡Las
reconocía... como se reconocen, en las lápidas borrosas por el tiempo e
invadidas por musgos y líquenes, letras un tiempo clara y
profundamente incisas por el cincel! Aquella señora obesa, que
caminaba tan despacio, molestada por el peso de un embarazo tardío,
era..., ¡Santo Dios!, la espiritual, la ingrávida Lucía Garcés...,su pareja
de vals en los bailecillos del Casino... Aquel viejo de marchitas mejillas,
de ojos amarillentos, de bigote azul a fuerza de tinte, no parecía sino
Polvorosa, el tenorio alegre y varonil, el seductor de oficio de la
ciudad... Aquella consumida anciana, de pelo gris, telarañoso, que
llevaba de cada mano un chicarrón..., debía de ser, sin duda, la coqueta
Antoñita Monluz, que arrojaba, desde su florida ventana, ramitas de
romero a los muchachos. Y la que iba a su lado, conversando con ella...
-¡Jesús! ¡Se concibe!-, era su antigua rival, su prima hermana Carmen
Monluz, que la odiaba porque, a fuerza de lagoterías, mañas y tretas,
Antoñita le había quitado un excelente novio... Recordaba el viajero
perfectamente el gesto de odio, desprecio y desafío con que se miraban
las dos primas cuando la casualidad las hacía encontrarse; las frases
insultantes que se decían; las hablillas del pueblo, exaltado por la
historia, hecho un hervidero de chismes... Y ahora, las rivales iban
mano a mano, y cuando el grupo cruzó ante el café, el viajero escuchó
que ambas mujeres departían sobre los precios de los alimentos, muy
pacíficas, comadreando, lamentándose solo de la carestía...
El viajero sintió una angustia honda, una desolación de vacío, como si
acabase de secársele dentro una raíz viva y fresca... No le importaría,
en último caso, el inevitable variar de las caras; las caras son carne
corruptible. Lo que le confundía, lo que le apretaba la garganta y el
corazón, era otro cambio, el de lo que se adivina y se trasluce en una
fisonomía; el cambio íntimo, el desaparecer, sin que dejase rastro ni
huella, del alma que se desborda de los semblantes y les presta su valor
y significación misteriosa, superior -¡él, por lo menos, lo había creído!-
al tiempo, a los sucesos, al giro indiferente del planeta...
Abismado, el viajero fijó por casualidad la vista en el espejo que tenía
enfrente. La sorpresa dilató sus ojos. Tampoco su cara dejaba trasmanar
el alma de antaño. La expresión de la juventud, cándida, preguntadora,
amorosa, no estaba allí. Si se buscaba a sí mismo -y de fijo se buscaba-
en
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