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Emilia Pardo Bazán
h��bito de los Dolores, en el humilde ata��d -de los m��s baratos, seg��n expresa voluntad de la difunta-, yac��an los restos de la que tan hermosa fue en sus juventudes. La luz de los cuatro cirios ca��a amarillenta sobre el rostro de m��rmol, decorado con esa majestad peculiar de la muerte. Aquella calma de la envoltura corporal era signo cierto de la bienaventuranza del esp��ritu: as�� lo supuso Mar��a del Deseo, sobrina de la que descansaba con tan augusto reposo al asomarse a la puerta para contemplar por ��ltima vez el semblante de la Dolorosa.
Desde su ni?ez, o��a repetir Mar��a del Deseo que la t��a Rafaela era una santa. No de esas santas bobas, de brazos p��ndulos y cerebro adormido, sino activa, fuerte, luchadora. No se pasaba las ma?anas acurrucada en la iglesia, sino que, o��da su misa, emprend��a las ascensiones a bohardillas malolientes, las correr��as por barrios de miseria, las exploraciones por las comarcas salvajes del vicio y las suciedades suburbanas. Llevaba dinero, consejos, resoluciones para casos extremos y desesperados. Se sentaba a la cabecera de los enfermos, y mejor si el mal era infeccioso, repugnante y muy pegadizo. Y si encontraba a un enfermo de la voluntad, a un candidato al crimen..., entonces establec��a cordial intimidad con el miserable, busc��ndole trabajo adecuado a su gusto y a su aptitud, distray��ndole, mim��ndole, hasta salvar y redimir su pobre alma ulcerada y doliente. As�� la voz del pueblo, un��sona con la de la familia, repet��a esta afirmaci��n: ??Do?a Rafaela Quir��s, la Dolorosa, era una santa!?
La sobrina, recluida en el convento del Sagrado Coraz��n, donde se educaba con arreglo a su clase social, cre��a de un modo tierno y po��tico en la santidad de la hermana de su madre. Por charlas o��das a las doncellas primero, a las monjas despu��s, sab��a que do?a Rafaela usaba, pegado a la carne, un rallo de hojalata, un cintur��n de martirio; que se pasaba d��as enteros sin m��s alimento que un reseco mendrugo y un sorbo de agua pura. La imaginaci��n de la ni?a se enfervorizaba, y al recordar la siempre arrogante figura de la Dolorosa, la ve��a despidiendo vaga claridad, luz que emit��a el puro cuerpo mortificado y ennoblecido por la penitencia. ?Ella ser��a como do?a Rafaela, cuando pudiese, cuando mandase en sus acciones! Ella continuar��a la hermosa leyenda... Y he aqu�� que, a los pocos d��as de haber vuelto Mar��a del Deseo a su casa, cumplidos los diecisiete a?os, do?a Rafaela sucumb��a a una enfermedad card��aca, contra��da de tanto subir y bajar escaleras de pobres, afirmaba el m��dico... Como el soldado que se desploma al pie de la bandera, al oscurecer de una jornada de combate, la santa ca��a vencida por su tarea sublime de consoladora -envidiable tr��nsito-. Por eso su cara ten��a aquella expresi��n de paz, tan diferente de la angustia indefinible que la nublaba en vida...
?As�� quisiera estar, a la hora inevitable, Mar��a del Deseo! Ella seguir��a las huellas de su buena t��a do?a Rafaela Quir��s; pisar��a el mismo camino de abrojos, que conduce al prado de bienandanza; ser��a otra Dolorosa. Y para confirmar su vocaci��n, ven��a, a las altas horas, aprovechando el descuido de las criadas encargadas de velar, a recoger a hurto una reliquia, algo muy ��ntimo, muy personal, sobre el santo cuerpo. Para el latrocinio piadoso, Mar��a del Deseo hab��a escondido unas tijeras de bordar en el bolsillo.
Tr��mula, fr��a, resuelta, se acerc�� al cad��ver. El aroma funerario, semicorrompido, de las rosas que lo cubr��an -nadie ignora qu�� olor peculiar contraen las flores colocadas sobre los muertos- sobrecogi�� a la ni?a. Sus tirantes nervios la sostuvieron, y fue derecha hacia la cabecera del ata��d. Como si tratase de cometer un crimen, atisb�� alrededor para convencerse de que no la ve��a nadie. Dilatados los ojos, entrecortado el aliento, se decidi�� al fin a mirar atentamente la cara color de cera de la Dolorosa. En los labios c��rdenos se hab��a fijado una especie de sonrisa extra?a. Mar��a apart�� la vista del semblante en que el enigma de la muerte parec��a amenazar y atraer a un tiempo, y valerosa y horrorizada, desliz�� la mano por la abertura del h��bito, buscando el escapulario que all�� estar��a, impregnado de la vitalidad y del sufrimiento de la santa. Su mano crispada tropez�� con un objeto, met��lico y redondo, pendiente de una cinta. La cort�� con sus tijeras, se apoder�� del objeto y lo mir�� a la luz de los cirios. No era medalla devota, sino medall��n de oro: conten��a una miniatura, rodeada de un aro de pelo negr��simo. El grito que iba a exhalar Mar��a del Deseo lo reprimi�� un instinto, una prudencia maquinal; su cuerpo se tambale��; tuvo que reclinarse en el ata��d, porque un v��rtigo nublaba sus pupilas. La miniatura representaba a su padre, en el esplendor de la juventud, hermoso y arrogante,
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