Interiores | Page 9

Emilia Pardo Bazán
con cierto aire de reto, que hab��a conservado hasta la madurez.
Sin embargo, nada concreto y positivo dec��a a la inocencia de Mar��a del Deseo hallazgo tan singular. Fue sorpresa, no espanto, lo que sinti��. No busc��, al pronto, la explicaci��n; algo recobrada del sobresalto, se baj��, recogi�� el medall��n que se le hab��a escapado de las manos, lo bes��, lo guard�� en el seno piadosamente, y arreglando las ropas de la difunta, se dispuso a arrodillarse y orar, cuando, en el umbral de la puerta, vio a su madre, de riguroso luto, llorosa, que ven��a, rosario al pu?o, a rezar y velar ella tambi��n, mientras no amanec��a. Una idea cruz�� por la imaginaci��n de Mar��a del Deseo. ?Qu�� idea! ?Qu�� sugesti��n del demonio! ?Qu�� rel��mpago! ?Qu�� abismo! Un temblor de fr��o intenso la acompa?aba... Se encar�� la ni?a con la se?ora.
-?Has perdido algo, mam��?
-?Perder? ?Por qu�� lo preguntas?
-?No ten��as t�� un medall��n..., el retrato de mi padre?
Precipitadamente, la se?ora se registr�� el pecho.
-Aqu�� est��... ?Qu�� susto me diste!
Mar��a del Deseo se acerc�� a los cirios otra vez, y consider�� el medall��n, tirando de la cadena de oro que lo sujetaba al cuello de su madre. Luego lo dej�� caer, y sus dedos tocaron, en el propio seno, el bulto del otro id��ntico medall��n.
-Ese medall��n tuyo..., ?no ten��a pelo? -articul��, balbuceando.
-No... Tu pobre padre nunca quiso... Dec��a que entre marido y mujer era rid��culo... Y, adem��s, como le hab��an salido canas... Pero ?qu�� tienes? -exclam��, viendo vacilar a su hija-. ?Te pones mala? Ve y acu��state, criatura... Yo velar��... No te aflijas as��. ?Tu t��a est�� en el cielo! ?Era una santa! ?Qui��n como ella!
Mar��a del Deseo no contest��. Cay�� de rodillas y, escondiendo la cara entre las manos, rompi�� a llorar en silencio, a hilo, apretando los labios para que el pasado no saliese por all�� -el siniestro pasado-, y sintiendo que en su coraz��n se derrumbaba algo inmenso, cuyas ruinas la envolv��an y la aplastaban contra la tierra por una eternidad.
La enfermera
El enfermo exhal�� una queja trist��sima, revolvi��ndose en su cama trabajosamente, y la esposa, que reposaba en un sof��, en el gabinete contiguo a la alcoba, se incorpor�� de un salto y corri�� sol��cita a donde la llamaba su deber.
El cuadro era interesante. Ella, con rastro de hermosura marchita por las vigilias de la larga asistencia; morena, de negros ojos, rodeados de un halo oscuro, abrillantados por la excitaci��n febril que la consum��a -sosteniendo el cuerpo de ��l, ofreci��ndole una cucharada de la poci��n que calmaba sus agudos dolores-. Escena de familia, revelaci��n de afectos sagrados, de los que persisten cuando desaparecen el atractivo f��sico y la ilusi��n, cebo eterno de la naturaleza al mortal... Sin duda pens�� ��l algo semejante a esto, que se le ocurrir��a a un espectador contemplando el grupo, y as�� que hubo absorbido la cucharada, busc�� con su mano descarnada y temblorosa la de ella, y al encontrarla, la acerc�� a los labios, en un movimiento de conmovedora gratitud.
-?C��mo te sientes ahora? -pregunt�� ella, arreglando las almohadas a suaves golpecitos.
-Mejor... Hace un instante, no pod��a m��s... ?Cu��ndo crees t�� que Dios se compadecer�� de m��?
-No digas eso, Federico -murmur��, con ah��nco, la enfermera.
-?Bah! -insisti��-. No te preocupes. Lo he o��do con estos o��dos. Te lo dec��a ayer el doctor, ah�� a la puerta, cuando me cre��ais amodorrado. Con modorra se oye... S��, me alegro. Juana m��a. No me quites la ��nica esperanza. Mientras m��s pronto se acabe este infierno... No, ?perd��n! Juana: me olvidaba de que a mi lado est�� un ��ngel... ?Ah! ?Pues si no fuera por ti!
Muy buena ser��a Juana, pero lo que es propiamente cara de ��ngel no la ten��a. En su rostro se advert��an, por el contrario, rasgos de cierta dureza, una crispaci��n de las comisuras de los labios, algo sombr��o en las precoces arrugas de la frente y, sobre todo, en la mirada. Federico se enterneci�� al considerar el estrago de aquella belleza de mujer destruida en la lucha con el horrible mal.
-Juana... -balbuce��-. Me siento ahora un poco tranquilo. Sin duda has forzado la dosis del calmante... No te sobresaltes. ?Si te lo agradecer��a! Escucha... Voy a aprovechar esta hora; tengo que decirte... Prom��teme que me escuchar��s sin alterarte, Juana...
-Federico, no hables; no te fatigues -respondi�� ella-. No pienses m��s que en tu salud. Los asuntos, para despu��s, cuando sanes del todo.
-?Despu��s! -repiti��, meditabundo, el enfermo; y su mirada vaga, turbia, se fij�� en un punto imaginario del espacio; lejos, lejos..., camino del despu��s misterioso hacia donde le arrastraba implacable su destino-. Ahora -insisti��-. Ahora o nunca, Juana. No me har�� da?o, cr��elo. Estoy seguro de que, al contrario, me har�� bien. ?Si t�� sospechases lo que pesa en el coraz��n un secreto! ?Si supieses c��mo abruma eso de callar a todas horas!
-?Un secreto? -contest��, como un
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