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Emilia Pardo Bazán
del pa��s; de los brazaletes que han de ce?ir la mu?eca; de las cadenas que han de rodear el cuello, se desprend��a, se elevaba el concepto de algo definitivo, consumado, irreparable. Cayo pensaba o��r c��mo le dec��an los objetos: ?Tonto, pero ?t�� crees que no te has casado ya? Reflexiona. Tanto como la bendici��n del cura, tanto como las f��rmulas de la ley, y antes que todo ello, casamos nosotros. Las vistas son ya el matrimonio hecho y derecho; las cifras bordadas y entrelazadas de tu nombre y el de tu futura no permiten que separ��is vuestros destinos. No sue?es con romper lo que unieron modistas, sastres, diamantistas y bordadoras. Te acordaste tarde. Eres marido, eres consorte; se han realizado tus nupcias.?
Y Cayo, pensativo, oprimido el coraz��n, hizo un movimiento de hombros, como quien dice: ?Al agua?, y, resuelto al consorcio, se acerc�� al grupo, donde Nina le sonre��a lo mismo que acababa de sonre��r a los dem��s.
Las caras
Al divisar, desde el tren, de bruces en la ventanilla, las torres barrocas de Santa Mar��a del Hinojo, bronceadas sobre el cielo de una rosa fluido, el coraz��n del viajero trepid�� con violencia, sus manos se enfriaron. El tiempo transcurrido desapareci��, y la sensibilidad juvenil resurgi�� impetuosa.
Eran las torres ?��nicas? de aquella ?��nica? iglesia en que el sacrist��n la hab��a permitido repicar las campanas, admirar los nidos de las cig��e?as emigradoras y cuya baranda hab��a recorrido volando sobre el angosto pasamano, y mirando sin v��rtigo, con curiosidad agria, de mozalbete, el abismo hondo y luminoso de la plaza embaldosada, a cuarenta metros bajo sus pies.
Y tambi��n le emocionaba la plaza, con sus soportales y sus acacias de bola, y m��s all��, el jard��n, donde era un esparcimiento arrancar plantas y robar flores, y las calles y callejas tortuosas, los esconces sombr��os de las plazoletas, hasta las innobles estercoleras, secularmente deshonradoras de la tapia del Mercado, le poblaban el alma de gorjeadores recuerdos, todos dulces, porque, a distancia, contrariedades y regocijos se funden en armon��as de saudades...
Seguido del granuja que llevaba la maleta, saltarineando a la coscojita los charcos menudos, el viajero apresuraba el paso, comi��ndose con la vista los lugares, anticipando la impresi��n infinitamente m��s fuerte y honda de la primera cara conocida... Una de esas caras inconfundibles, distintas de las dem��s que andan por el mundo, ya que en ella hemos puesto lo ��ntimo de nuestro yo... Caras de compa?eros de juegos y diabluras, caras de parientes formales y babodos que regalan juguetes y chupandinas, caras de maestros cuyas reprimendas y castigos son sonrisas para el adulto, caras de muchachas graciosas en quienes encarnaron los primeros ensue?os, nada inmateriales, de la pubertad... Caras, caras... En algunas caras se resume toda vida de hombre.
Y el viajero, de antemano, saboreaba el esperado momento... Seg��n avanzaba hacia el centro de la ciudad, cruzado el puente y transpuesto el barrio de las Fruter��as, ve��a la supuesta, la fantaseada primera cara conocida que la casualidad iba a depararle, y que le iluminaba por dentro, como alumbra la luna, embelleci��ndolo, un p��ramo. Miraba afanoso a derecha e izquierda, a los balcones, a todo transe��nte, registraba los soportales, de siempre misteriosa penumbra... Los paletos devolv��an con insolencia la ojeada; los burgueses, con curiosidad. Una muchacha se le ri�� en sus narices, provoc��ndole. A la puerta de la posada det��vose el viajero para depositar su maleta de mano, y rehusando el desayuno que le ofrec��an, interrog�� al mozo:
-?Sigue al frente de este parador don Saturio, el extreme?o? ?Uno gordo, cano ��l?
-No, se?or... Esto es fonda..., y la dirige una bilba��na.
-Y don Saturio, ?d��nde anda?
-No le puedo decir al se?or...
El viajero tom�� aprisa el camino de la plaza grande, puerilmente orgulloso de saber atajar por callejas imposibles. ?Si conocer��a ��l los andurriales del pueblo! Iba derecho al caf�� de las Am��ricas, el mejor. De muchacho, le costaba un triunfo y era una calaverada el pasar media horita en el caf�� de las Am��ricas. Como all�� bailaban flamenco, sobre resonante estariv��, unas mozas pintorreadas, de ojos mazados por el vicio, los padres vedaban a sus hijos que aportasen por semejante perdedero... Y las caras revocadas de blanquete de las mozas -?hacia d��nde habr��an rodado ellas!- hubiesen conmovido, en aquel punto, al viajero... ?S��; le hubiesen suscitado emoci��n pura, rom��ntica!
All�� estaba, sin duda, el local, la puerta y el amplio escaparate..., pero el vidrio, que antes dejaba ver las cabezas de los parroquianos paladeando el negro brebaje, mostraba ahora filas de sombreros hongos colocados sim��tricamente, con el precio fijo en grandes cifras: ?12'50; 7'95.? Al frente, el r��tulo: La ��ltima Moda. Sombrerer��a.
El viajero, desconcertado, sigui�� adelante, en busca de un caf��, que no pod��a faltar... Tuvo que dar la vuelta a media plaza, hasta encontrarlo, profuso en dorados, decorado con lunas altas y pinturas chillonas, que el humo del tabaco empezaba a
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