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Emilia Pardo Bazán
intriga amorosa, para la superficie y la pel��cula del sentimiento, que ni sentimiento llega a ser, bien mirado; pero hab��a momentos en que, a aquella mujer que le gustaba, cre��a Cayo detestarla con todo su coraz��n, y de buen grado le dir��a la frase del hierro al im��n: ?Te odio m��s que a cosa alguna, porque atraes y no eres capaz de sujetar.? La tristeza y la preocupaci��n que algunos m��s observadores notaban en Cayo no ten��an otro origen sino esta idea, que, en vez de borrarse se alzaba de relieve, a cada d��a m��s importuna, m��s tenaz, m��s torturadora. A nadie lo dec��a; a nadie se hubiese atrevido a confiarlo. Se reir��an de ��l. ?Vaya una ocurrencia! ?No era Nina Valtierra una muchacha guapa, fina, lista, con caudal, de parentela ilustre, de tan buena reputaci��n como las dem��s de su esfera y clase? ?Qu�� tacha pod��a ponerle? ?Qu�� requisito le faltaba? Y Cayo, sonriendo con amargura, se dec��a a s�� mismo: ?La tacha es m��a. El requisito me falta a m��. Es que no la quiero. Y a ella tambi��n le falta esa divina quisicosa. Tampoco me quiere. Casarse, bueno; quererse..., no nos queremos de ninguno de los modos..., ni siquiera del modo inferior. Ni aun disfrutaremos de la locura corta que termina en tonter��a muy larga. Y ?por qu�� no lo he visto antes? ?Qu�� venda me cubr��a los ojos a m��, que no estaba enamorado? Es -a?ad��a Cayo, disculp��ndose a s�� mismo; en esto paran todos los soliloquios- que no me he fijado en que el matrimonio es cosa seria, la m��s seria de la vida. He ido a ��l como se va a una comida o a un sarao. Ahora veo que no tengo derecho a casarme. Le dir�� la verdad a Nina. Es lo mejor... Antes de saltar al precipicio, retroceder.?
No sin lucha, se decidi�� Granja a realizar este acto de sinceridad inusitado. Adivinaba la extra?eza y los comentarios, el remolino de esc��ndalo que levanta al desbaratarse una boda; present��a las reconvenciones de los padres; dol��ale el bochorno de la novia. Con todo eso, iba determinado ya. Hablar��a con lisura, francamente; har��a todas las reservas y dar��a todas las explicaciones que pudiese apetecer el amor propio, hasta la vanidad de Nina; proclamar��a la verdad a gritos, o si era preciso, la reemplazar��a con la mentira m��s conveniente y discreta; se declarar��a arruinado, enfermo, vicioso, lo que quisiesen y le impusiesen; pero romper��a la boda. ?Ah, s��, la romper��a!
Y sub��a la escalera del bonito palacete de los Valtierra, detenido a cada pelda?o por una felicitaci��n, un apret��n de manos, una frase de amabilidad de los que acud��an a admirar las vistas o se volv��an habi��ndolas admirado. Al pronto, Cayo no entend��a; tard�� en hacerse cargo del motivo de tantas enhorabuenas. Cuando acord��, sinti�� una especie de golpe all�� dentro, parecido a brusco encontronazo con la realidad. ?Las vistas! S��; aquel d��a se ense?aban. ?Tan pronto? ?Sin duda se hab��a adelantado la fecha! Nina dec��a la v��spera, riendo:
-?Quia! Ni en ocho d��as es posible que se exponga el trousseau. Falta una inmensidad de cosas. Solo por milagro...
El milagro estaba all��: el trousseau, completo, se expon��a desde las tres de la tarde..., y eran las seis. Aturdido, Cayo penetr��, siguiendo la corriente de los extra?os, en el sal��n azul, y mir�� alrededor con g��nero de curiosidad, como se mira lo que no nos afecta personalmente. Le asombr�� la cantidad, la calidad de lo expuesto, y esta idea, que el novio no formulaba, se encarg�� de expresarla en voz alta Perico Gonzalvo, el cual, toc��ndole familiarmente en el hombro a Cayo, dijo, con ��nfasis:
-?Chico! ?Menuda sangr��a al bolsillo de los pap��s!
S��, todo aquello deb��a de haber costado mucho: una atrocidad de dinero. Aunque los hombres, oficialmente, no entienden de trapos, el h��bito y el roce de la sociedad los convierte en expertos y casi en modistos. Telas, guarniciones, cintas, bordados, pieles, se les presentan con su valor, con su cifra al frente: son dinero gastado. ?Vaya si se hab��an corrido en los preparativos de la boda! Nunca se acababa de ver preciosidades: los murmuraban con halag��e?o y suave runr��n las se?oras que iban desfilando, echando por ��ltima vez los lentecitos de concha a los tableros cargados de magnificencias. Cayo sent��a lo que siente, si es artista, el que va a destruir, a arrasar algo bello y suntuoso. Dos palabras de su boca, un ?no quiero?, y el soberbio trousseau queda in��til y perdido; materia explotable para las revendedoras. Esta preocupaci��n aument�� al pasar al gabinete donde Nina, radiante, ense?aba a sus amigas regalos y alhajas. De los abiertos estuches, donde centelleaba la pedrer��a; de los reflejos lisos y fulgurantes de la plata; del sutil y elegante contorno de los abanicos abiertos, mostrando el incrustado varillaje y las art��sticas pinturas
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