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Emilia Pardo Bazán
-nervios, imaginaci��n- quieren decir!
He viajado; mi viaje ha durado tres meses. En las habitaciones de las fondas, infaliblemente, cada noche me ha visitado el mismo terror; he percibido detr��s de m��, en acecho, al mismo ser, que no puedo nombrar ni calificar, pues no tengo ni remota idea de su forma: ignoro de d��nde viene. Solo s�� que est�� all��, que su aliento sepulcral me roza la cara, que penetra hasta mis tu��tanos, que vierte en ellos ponzo?a.
Una noche, en un acceso de rabia, cog�� mi rev��lver y dispar�� hacia atr��s, donde sent��a el h��lito maldito. Acudi�� gente; pretext�� miedo a ladrones. ?C��mo explicar? No entender��an...?
* * *
?Y es preciso que esto termine -dec��a una de las ��ltimas hojas del diario-. Me volver�� loco, porque, despu��s del disparo, he vuelto a o��r la respiraci��n, he vuelto a comprender que hab��a alguien, y es imposible resistir tanto tiempo un suplicio que ni puedo confesar.?
Sin duda, despu��s de emborronada esta p��gina, el miedo insuperable hizo su oficio, y Federico Molina no dispar�� contra una sombra.
Las vistas
Ya terminaba la faena de la instalaci��n de los trajes, galas, joyas y ropa interior y de mesa y casa, lo que nuestros padres llamaban las vistas y nosotros llamamos el trousseau, cometiendo un galicismo y tomando la parte por el todo. En el gran sal��n, forrado de brocatel azul, retirados los muebles, se hab��a erigido, alrededor de las cuatro paredes, ancho tablero sustentado en postes de pino, cubierto por amplias colchas y pa?os de seda azul tambi��n, el color predilecto de la rubia novia; y sim��tricamente colocado y dispuesto con cierto orden que no carec��a de simbolismo, ostent��base all�� el lujo de la boda, los miles de duros gastados en bonitas cosas semiin��tiles.
A lo largo de los tableros pod��a estudiarse, prenda por prenda, no solo el secreto del tocado ��ntimo de la futura se?ora de Granja de Berliz, sino de la vida com��n, la ya inminente vida conyugal. Los ojos curiosos se recreaban en las faldas de crujiente seda tornasol, con volantes soplados como p��talos de flor fresca; en las enaguas, donde se encrespan las conc��ntricas orlas de espuma del encaje; en los pantalones y suits de forma indiscreta, con mo?itos provocativos; en las docenas y docenas de camisas vaporosas y guarnecidas, de escote atrevido, ondulante; en los cubrecors��s, que repiten el motivo galante y gracioso de la camisa; en las luengas medias flexibles, de transparente seda p��lida, caladas all�� donde las han de llenar las finas curvas del empeine y del tobillo, y se ha de adivinar la seda m��s delicada a��n de la piel; en las batas salpicadas de lazos fofos, blandos, de tejidos esponjosos y sin apresto, como arrugadas de antemano, l��nguidas con voluptuosa languidez; en los cors��s breves, moldeados, enrollados, y uno de ellos -el del d��a solemne-, florido en su centro por diminuto ramito de azahar... Y despu��s, la ropa que ya pertenece al hogar, al menaje: las s��banas con arabescos de bordados primorosos o con encajes de elegante dise?o; las mantas que prometen dulce calor familiar en el invierno; las colchas de espesa seda, veladas por guipures, todo rebordado con cifras cuyo enlace significa el de las almas; las manteler��as brillantes, los caprichosos servicios de t�� en forma rusa, los infinitos refinamientos de la riqueza y del gusto, el derroche que se admira un d��a y pasa despu��s a los armarios.
En maniqu��es se gallardeaban los vestidos, los abrigos, los sombreros; en varias mesas, dentro del gabinete contiguo, las joyas y la plata labrada, los velos y volantes, las sombrillas, los abanicos. Cuando las amigas y amigos convidados a la exhibici��n penetraron en las dos habitaciones y empezaron a cumplir su deber de deslumbrarse, envidiar, alabar alto y criticar bajo todo aquello, sub��a la escalera el novio, Cayo Granja de Berliz, uno de los buenos partidos que por espacio de ocho o diez a?os de solter��a militante se disputaron a alfilerazos varias se?oritas de la corte, y a quien, por fin, hab��a logrado prender en su red de oro Nina Valtierra. Red de oro, no solo porque Nina era rubia, sino porque Nina ten��a hacienda, brillante porvenir dorado.
Y, sin embargo, a pesar de las ventajas y atractivos de Nina, Cayo, al ascender a casa de su novia, llevaba formada la resoluci��n de romper el concertado enlace. Enganchado primero por ardides de coqueter��a y por esa insensible derivaci��n de los sucesos que nos lleva a donde nunca pensamos ir; comprometido despu��s por la misma virtud de lo dicho y hecho, que tantas veces no responde ni a lo sentido ni a lo pensado, Cayo, poco a poco, durante los meses de cortejo oficial, se hab��a dado cuenta, con una especie de terror, de que no quer��a a su futura. Gust��bale, eso s��; gust��bale para la charla y el devaneo, para la somera
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