los oyentes sostuvo que Rafaela
desentonaba y daba feroces gallipavos, y las damas severas y virtuosas
y los honrados padres de familia clamaron contra el escándalo, e
hicieron que su pudor ofendido tocase a somatén. El resultado de todo
fue una espantosa silba, acompañada de variados proyectiles, con los
que en aquel fecundo suelo brinda Pomona. Sobre la pobre Rafaela
cayó un diluvio de aguacates, tomates, naranjas, bananas, cambucás y
mantecosas chirimoyas. Rafaela estaba dotada de un estoicismo, no
sólo a prueba de fruta, sino a prueba de bomba. Sufrió con calma el
descalabro y hasta lo tomó a risa, calificando de majaderos a los que
suponían que cantaba mal y de hipócritas a los que censuraban sus
evoluciones y meneos coreográficos.
-V-
Las burlas y los chistes con que Rafaela se vengaba de la silba, hacían
mucha gracia al señor de Figueredo, quien se consideraba también
vejado, lastimado, silbado y rechazado por la sociedad elegante de Río.
Entendía además el señor de Figueredo que Rafaela cantaba como un
sabía o como un gaturramo, que son la calandria y el ruiseñor de por
allí, y que en punto a danzar echaba la zancadilla a la propia Terpsícore.
La silba, por consiguiente, de que Rafaela había sido víctima, parecía
injusta al viejo usurero y motivada por el odio que a él le tenían, por
donde imaginaba que debía consolar a Rafaela e indemnizarla del daño
que le había causado.
El oficio de darle consuelo le parecía gratísimo y en su modestia llegó a
creer que él, y no ella, era el verdadero consolado.
Cada día simpatizaba más con Rafaela. Se ponía melancólico cuando
estaba lejos de ella. Y no bien despachaba los asuntos de su casa, se iba
a acompañarla en la fonda donde ella vivía.
Con rapidez extraordinaria tomó Rafaela sobre el viejo omnímodo
ascendiente y le ejerció con discreción y provecho. El Sr. de Figueredo
estaba en borrador, y Rafaela se propuso y consiguió ponerle en limpio,
realizando en él una transfiguración de las más milagrosas.
Ella misma sabía por experiencia lo que era y valía transfigurarse. No
recordaba de dónde había salido ni cómo había crecido. En Cádiz, en el
Puerto, en Sevilla y en otros lugares andaluces, había pasado su primera
mocedad, tratándose con majos, contrabandistas, chalanes y otra gente
menuda, sin picar al principio muy alto y sin elevarse sino muy rara vez
hasta los señoritos. Así es, que en dicha primera mocedad, había sido
algo descuidadilla. En Lisboa fue donde se aristocratizó, se encumbró,
y con el trato de los janotas, acabó por asearse, pulirse, adobarse y
llegar en el esmero con que cuidaba su persona hasta el refinamiento
más exquisito.
El desaliño y la suciedad de los sujetos que andaban cerca de ella,
como ella era tan pulcra, le causaban repugnancia. Puso pues, en prensa
su claro y apremiante entendimiento para insinuar el concepto y el
apetito de la limpieza en la mente obscura y en la aletargada voluntad
del Sr. de Figueredo. Con mil perífrasis sutiles y con diez mil
ingeniosos rodeos le hizo conocer, sin decírselo, que era lo que
vulgarmente llamamos un cochino, y logró hacer en él, con la magia de
su persuasiva elocuencia, lo contrario de lo que hizo Circe en los
compañeros de Ulises, a quienes dio la forma del mencionado
paquidermo. Tanto habló de lo conveniente para la salud que eran los
baños diarios, y el frotarse, fregarse y escamondarse con jabón y con un
guante áspero, que infundió al Sr. de Figueredo la gana de hacer todas
aquellas operaciones. Y las hizo, y ya parecía otro y tan remozado
como si él no fuese él sino su hijo. Luego fue Rafaela a la rua do
Ouvidor, donde están las mejores tiendas, y en la perfumería de moda,
compró cepillos de dientes y pelo, polvos y loción vegetal para
limpiárselos, y aguas olorosas, cosméticos, peines y otros utensilios de
tocador. Este fue el primer regalo que hizo Rafaela a D. Joaquín, que
tal era el nombre de pila del Sr. de Figueredo. Y bueno será advertir en
este lugar, porque yo soy muy escrupuloso y no quiero apartarme un
ápice de la verdad, que pongo el Don antes del Joaquín por
acomodarme al uso y lenguaje de España, porque en Portugal, y más
aún en el Brasil, son rarísimos los Dones y sólo le llevan los hombres
de pocas familias. Cuando yo estuve en el Brasil, si no recuerdo mal,
sólo habría media docena de Dones en todo el Imperio. Las señoras en
cambio tienen todas, no sólo Don sino excelencia, y hasta la más
humilde es la Excma. Sra. doña Fulana: prueba inequívoca de la
extremada galantería de los portugueses.
A pesar de lo dicho, se justifica el que yo llame Don al Sr. de
Figueredo, porque,
Continue reading on your phone by scaning this QR Code
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the
Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.