como al fin se casó con Rafaela que era española, y
esta dio en llamarle mi D. Joaquín, todos los amigos y conocidos, y
llegó a tener enjambres de ellos, aunque le suprimieron el mi, le dejaron
el Don, y él acabó por ser universalmente donificado. Pero no
adelantemos los sucesos.
-VI-
Mucho se ha discutido, se discute y se discutirá, sobre si la amena
literatura y otras artes del deleite, estéticas o bellas, deben o no ser
docentes. Afirman muchos que basta con que sean decentes, sin
procurar fuera de ellas fin alguno, y sin enseñar nada: pero es lo cierto,
que la creación de la belleza, y su contemplación, una vez creada,
elevan el alma de los hombres y los mejora, por donde casi siempre las
bellas artes enseñan sin querer, y tienen eficacia para convertir en
buenas y hasta en excelentes las almas que por su rudeza y por los fines
vulgares a que antes se habían consagrado eran menos que medianas,
ya que no malas. Algo de este influjo benéfico ejercieron en el espíritu
de don Joaquín las bellas artes de Rafaela. No me atreveré yo a
calificarlas de decentes por completo, pero no puede negarse que
fueron docentes. Ella las ejerció con certero instinto, superior a toda
reflexión y a todo cálculo. Procedió con lentitud prudentísima para que
la transfiguración no chocase, ni sorprendiese en extremo, ni al público
que había de verla, ni al transfigurado que en su propio ser había de
realizarla.
Escamondado ya interiormente D. Joaquín, Rafaela le obligó a que se
afeitase casi de diario y a que se cortase bien las canas, que limpias,
lustrosas y alisadas tomaron apariencia de venerables.
A fin de que todas estas reformas fuesen persistentes y no efímeras,
buscó Rafaela para su amigo, en vez del negro ignorante que antes le
servía, un excelente ayuda de cámara, gallego desbastado, ágil y listo.
Después, y siempre poquito a poco, fue modificando el traje de D.
Joaquín, empezando por los pantalones, que, como se los pisaba por
detrás, los tenía con flecos o pingajos, que solían rebozarse en el lodo
de las calles. Después declaró Rafaela guerra a muerte a toda mancha o
lamparón que sus ojos de lince descubrían en el traje de D. Joaquín,
resultando de esta guerra la desaparición completa del antiguo vestuario,
que apenas pudo servir ya para los negros desvalidos, y la adquisición
de otro nuevo, hecho en Río con menos que mediana elegancia. Pero
Rafaela era insaciable en su anhelo de perfección; y, deseosa de que D.
Joaquín estuviese, no sólo aseado, sino chic, y como ella le decía,
hablando en portugués, muito tafulo o casquilho, hizo que le tomasen
las medidas y escribió a París y Londres encargándole ropa, que no
tardaron en enviarle. Como por los pantalones era por donde más había
claudicado, mandó Rafaela que se los hiciese en adelante un famoso
sastre especialista, culottier, que por entonces había en París, rue de la
Paix, llamado Spiegelhalter. De los fracs y de las levitas se encargaron
en competencia Cheuvreuil, en París, y Poole, en Londres. Las camisas,
bien cortadas, sin bordados ni primores de mal gusto, pero también sin
buches, vinieron de las mejores casas parisienses que a la sazón había,
correspondientes a las de Charvet y Tremlett de ahora. Y por último,
como Rafaela aspiraba a que todo estuviese en consonancia, hizo venir
de París el calzado de D. Joaquín, encomendando al Hellstern o al
Costa, que florecía en aquel momento histórico, que reforzase con
clavitos los tacones y que pusiese los contrafuertes debidos, para que D.
Joaquín perdiese la perversa maña de torcer y deformar, como solía,
botines y zapatos.
En resolución, y para no cansar más a mis lectores, diré que antes de
cumplirse el año de conocerse y tratarse D. Joaquín y la bella Rafaela,
él, con asombro general de sus compatriotas, parecía un hombre nuevo:
era como la oruga, asquerosa y fea durante el período de nutrición y
crecimiento, que por milagroso misterio de Amor, y para que se
cumplan sus altos fines, transforma la mencionada deidad en brillante y
pintada mariposa.
-VII-
Como aún me queda no sé qué escozor y desasosiego de no haber dado,
a pesar de todo lo dicho, concepto cabal de la transfiguración visible y
palpable que en D. Joaquín se había verificado, quiero hablar aquí de
un solo perfil o toque, a fin de que por él se infiera, rastree y calcule el
cambio radical de aquel hombre. Era algo miope y tenía además la vista
un poco fatigada. Para remediar esta falta, usaba antiparras, que en el
Brasil y en Portugal llaman cangalhas. Siempre las tenía prendidas en
las orejas, y cuando no necesitaba de ellas para ver, se las apartaba de
los ojos y se
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