hermosura corporal no era el único mérito de la
muchacha. Aunque poco o nada cultivado, poseía además gran talento
artístico, que aquel su protector tal vez exageraba deslumbrado por el
cariño. Como quiera que fuese, él imaginaba que Rafaela tenía una voz
dulce y simpática; que cantaba lindamente canciones andaluzas y que
bailaba el fandango, el vito y el jaleo de Jerez por estilo admirable. No
había aprendido ni la música ni la danza, pero la misma carencia de arte
y de estudio prestaba a su baile y a su canto cierta originalidad
espontánea, llena de singular hechizo.
¿Porqué no había de ir Rafaela a un país remoto y presentarse allí no
como aventurera sino como artista?
El protector decidió, pues, que Rafaela fuese a Río de Janeiro a cantar y
a bailar.
Los brasileños son muy aficionados a la música, y asimismo muy
músicos. Sus modinhas y sus londums merecen la fama de que gozan,
por lo inspirados y graciosos, prestándoles singular carácter el elemento
o fondo que en ellos se nota de la música de los negros. Grande es mi
ignorancia del arte musical y temo incurrir en error; pero valiéndome
de una comparación, he de decir lo que me parece.
Figurémonos que hay en una pipa una solera de vino generoso, muy
exquisito y rancio; que se reparte la solera entre tres vinicultores, y que
cada uno de ellos aliña su vino y le da valor con el vino exquisito que
en su parte de la solera le ha tocado. Los tres vinos tendrán distintas
cualidades, pero habrá en los tres algo de común y de idéntico,
precisamente en lo de más valer y en lo más sustancioso. Así encuentro
yo que en las guajiras y en otros cantares y músicas de la isla de Cuba,
en los de los minstrels de los Estados Unidos y en los cantos y bailes
populares del Brasil, hay un fondo idéntico que les da singular carácter,
y que proviene de la inspiración musical de la raza camítica.
Si Rafaela iba al Brasil y cantaba y bailaba allí con originalidad de muy
distinto género, ya que el elemento o fondo primitivo de sus canciones
o era indígena de nuestra Península o provenía acaso de Arabia o del
Indostán por medio de los gitanos, Rafaela, sin duda, iba a pasmar
agradablemente a los brasileños por la exótica extrañeza de sus cantos y
de sus bailes.
Aprobó la muchacha el plan que su protector le propuso. Este, aunque
no sin fatiga y esfuerzo, le prestó dinero para el viaje y logró darle
también una muy valiosa carta de recomendación, dirigida con el
mayor empeño y ahínco y por persona de grande influjo al más rico
capitalista de Río de Janeiro, que era el Sr. de Figueredo, a quien ya
conocemos.
El Sr. de Figueredo, sin embargo, era entonces un personaje muy
distinto del que más tarde fue. Sin dejar de enriquecerse, acometiendo,
movido por la codicia, las más atrevidas empresas, debía
principalmente sus grandes bienes de fortuna a una economía tan
severa que rayaba en lo sórdido, y al ejercicio de la usura prestando
dinero sobre buenas hipotecas y a interés muy alto.
Habitaba, se trataba y se vestía casi como un pordiosero, y exhalaba un
millón de suspiros y daba cincuenta vueltas a un cruzado antes de
gastarle. Tales prendas y condiciones no eran las más apropósito para
que en Río le quisiesen y le respetasen. El Sr. de Figueredo era más
bien despreciado y aborrecido, y por lo tanto, el sujeto menos idóneo
para patrocinar e introducir ante el público a una artista que aspirase a
hacerse aplaudir.
Consternado recibió la carta, porque debía favores a quien se la escribía,
tenía obligación de complacerle y no se consideraba muy apto para tan
difícil empeño.
Rafaela era además tan mona, tan insinuante y tan dulce, que el Sr. de
Figueredo, a pesar de lo arisco e invulnerable que había sido toda su
vida, que por entonces contaba ya sesenta y cinco años de duración, se
sintió muy propenso a favorecer a la muchacha en cuanto estuviera a su
alcance. Así es que hizo muchas gestiones y consiguió que el periódico
de mayor circulación de Río, O Jornal do comercio, anunciase con
bombo y platillos la feliz llegada y próxima aparición en el teatro de la
famosa artista española, y consiguió también que el empresario la oyese,
la viese y la ajustase para dar un concierto con intermedios sabrosos de
danza andaluza. Pronto llegó la noche de la función. El teatro estaba de
bote en bote. El público había acudido, excitado por la curiosidad, mas
no por la benevolencia. Al contrario, el odio y el desprecio que el Sr. de
Figueredo inspiraba, tocaron como por carambola y se estrellaron
contra la pobre Rafaela. La mayoría de
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