el verdadero nombre de este inglesito.
Para designarle le daré un nombre cualquiera. El apellido Maury es
muy común. Hay Maurys en Francia, Inglaterra y España. Supongamos,
pues, que nuestro inglesito se llamaba Juan Maury.
El Vizconde y yo nos hicimos en seguida muy amigos suyos, y los tres
íbamos juntos a todas partes. Claro está que una de las primeras a
donde le llevamos fue a la tertulia de la Sra. de Figueredo, la cual le
recibió con extremada afabilidad, y dejó conocer desde luego que el
inglesito no le había parecido saco de paja. Él también, a pesar de ser
muy reservado, como tomó con nosotros grandísima confianza, nos
confesó que la Sra. de Figueredo era muy de su gusto, y se nos mostró
curiosísimo de saber sus antecedentes; su vida y milagros, como si
dijéramos. El Vizconde, que estaba bien informado de todo, y si no de
todo, de mucho, le contó cuanto sabía, haciendo una relación, que
vamos a reproducir aquí, poco más o menos como el Vizconde la hizo.
-IV-
Hace ya mucho tiempo que ciertas niñas españolas, y particularmente
las andaluzas, acuden a la gran ciudad de Lisboa, en busca de mejor
suerte. Los señoritos de por allí, los janotas, que es como si dijéramos
los jóvenes elegantes, dandies o gomosos de Portugal, se pirran y
despepitan por las tales niñas españolas. De ellas aprenden a hablar un
castellano muy chusco y andaluzado: flamenco, como ahora se dice no
sé porqué. Ignoro si persisten estas costumbres; pero sí diré que, hace
veinte años, todavía el vocablo españolita era en Lisboa sinónimo de lo
que por aquí pudiéramos llamar hetera, suripanta o moza de rumbo. La
afición decidida a las españolitas era entonces el más pronunciado
síntoma y el más elocuente indicio de la posible unión ibérica.
El Vizconde, al empezar su narración, sostenía sin rodeos ni disimulos
que ocho años antes del momento en que hablaba, había conocido a la
Sra. de Figueredo, soltera aún y figurando y descollando entre las
españolitas de Lisboa.
La llamaban Rafaela, y por sus altas prendas y rarísimas cualidades la
apellidaban la Generosa.
Rafaela apenas tenía entonces veinte abriles. Era gaditana, y hubiera
podido decirse que se había traído a Lisboa todo el salero, la gracia y el
garabato de Andalucía.
--Yo la vi por vez primera, decía el Vizconde, en aquella plaza de toros.
Al aparecer en un palco, con otras tres amigas, los cinco o seis mil
espectadores que había en la plaza, clavaron la vista en Rafaela y
rompieron en gritos de admiración y entusiasmo. Venía ella con vestido
de seda muy ceñido, que revelaba todas las airosas curvas de su cuerpo
juvenil, y en la graciosa cabeza, sobre el pelo negro como el azabache,
llevaba claveles rojos y una mantilla blanca de rica blonda catalana.
La función hacía tiempo que había empezado. Un diestro caballero en
plaza sobre fogoso caballo, que hacía caracolear con pasmosa maestría,
se aprestaba a poner un par de banderillas a un soberbio toro puro, que
de esta suerte califican en Portugal los toros que nunca han sido
lidiados.
Pero todo se suspendió y durante uno o dos minutos, nadie prestó
atención ni al diestro de las banderillas ni al toro puro tampoco,
distraída y embelesada la gente por la aparición de Rafaela la Generosa.
En el brazo izquierdo llevaba ella un enorme pañolón de seda roja,
cubierto de lindas flores prolijamente bordadas en el Imperio Celeste; y,
según es uso en Lisboa, lo extendió como colgadura sobre el antepecho
del palco. En otros muchos había colgaduras por el estilo, lo cual daba
a la plaza apariencia vistosa y alegre, pero ningún pañolón era más
bonito que el de Rafaela ni había sido extendido con mayor garbo y
desenfado.
Así recordaba el Vizconde este y otros muchos triunfos de Rafaela;
pero no sin razón la llamaban la Generosa.
Su magnanimidad y su desprendimiento eran tales que siempre los
ingresos resultaban para ella muy inferiores a los gastos y el auge de su
fortuna distaba muchísimo de corresponder a sus triunfos.
Los janotas que frecuentaban más a Rafaela, aseguraban que era toda
ella corazón. De aquí que sus negocios económicos fuesen de mal en
peor en Lisboa, donde llegó a tener mil desazones y apuros.
En ellos la socorrió generosamente cierto caballero principal, entusiasta
del arte y de la belleza, pero no bastante rico para ser muy dadivoso.
Rafaela además tenía estrecha conciencia, y aunque parezca inverosímil
en mujeres de su clase, no exigía ni pedía y hasta rehusaba las dádivas
de sus buenos amigos cuando pensaba que eran superiores a sus medios
y recursos.
En esta situación, el caballero que tanto se interesaba por ella, formó un
proyecto algo aventurado, pero que daba esperanzas de buen éxito.
En su sentir, la
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