de Juanito. ¡Y quién lo diría! Volvió mejor de lo que fue. Tanto
hablar de París, y cuando Barbarita creía ver entrar a su hijo hecho una
lástima, todo rechupado y anémico, me le ve más gordo y lucio que
antes, con mejor color y los ojos más vivos, muchísimo más alegre,
más hombre en fin, y con una amplitud de ideas y una puntería de
juicio que a todos dejaba pasmados. ¡Vaya con París!... El marqués de
Casa--Muñoz se lo decía a Barbarita: «No hay que involucrar, París es
muy malo; pero también es muy bueno».
-II-
Santa Cruz y Arnaiz. Vistazo histórico sobre el comercio matritense
--i--
Don Baldomero Santa Cruz era hijo de otro D. Baldomero Santa Cruz
que en el siglo pasado tuvo ya tienda de paños del Reino en la calle de
la Sal, en el mismo local que después ocupó D. Mauro Requejo. Había
empezado el padre por la más humilde jerarquía comercial, y a fuerza
de trabajo, constancia y orden, el hortera de 1796 tenía, por los años del
10 al 15, uno de los más reputados establecimientos de la Corte en
pañería nacional y extranjera. Don Baldomero II, que así es forzoso
llamarle para distinguirle del fundador de la dinastía, heredó en 1848 el
copioso almacén, el sólido crédito y la respetabilísima firma de D.
Baldomero I, y continuando las tradiciones de la casa por espacio de
veinte años más, retirose de los negocios con un capital sano y limpio
de quince millones de reales, después de traspasar la casa a dos
muchachos que servían en ella, el uno pariente suyo y el otro de su
mujer. La casa se denominó desde entonces Sobrinos de Santa Cruz, y
a estos sobrinos, D. Baldomero y Barbarita les llamaban familiarmente
los Chicos.
En el reinado de D. Baldomero I, o sea desde los orígenes hasta 1848,
la casa trabajó más en géneros del país que en los extranjeros. Escaray
y Pradoluengo la surtían de paños, Brihuega de bayetas, Antequera de
pañuelos de lana. En las postrimerías de aquel reinado fue cuando la
casa empezó a trabajar en géneros de fuera, y la reforma arancelaria de
1849 lanzó a D. Baldomero II a mayores empresas. No sólo realizó
contratos con las fábricas de Béjar y Alcoy para dar mejor salida a los
productos nacionales, sino que introdujo los famosos Sedanes para
levitas, y las telas que tanto se usaron del 45 al 55, aquellos patencures,
anascotes, cúbicas y chinchillas que ilustran la gloriosa historia de la
sastrería moderna. Pero de lo que más provecho sacó la casa fue del
ramo de capotes y uniformes para el Ejército y la Milicia Nacional, no
siendo tampoco despreciable el beneficio que obtuvo del artículo para
capas, el abrigo propiamente español que resiste a todas las modas de
vestir, como el garbanzo resiste a todas las modas de comer. Santa Cruz,
Bringas y Arnaiz el gordo, monopolizaban toda la pañería de Madrid y
surtían a los tenderos de la calle de Atocha, de la Cruz y Toledo.
En las contratas de vestuario para el Ejército y Milicia Nacional, ni
Santa Cruz, ni Arnaiz, ni tampoco Bringas daban la cara. Aparecía
como contratista un tal Albert, de origen belga, que había empezado
por introducir paños extranjeros con mala fortuna. Este Albert era
hombre muy para el caso, activo, despabilado, seguro en sus tratos
aunque no estuvieran escritos. Fue el auxiliar eficacísimo de
Casarredonda en sus valiosas contratas de lienzos gallegos para la tropa.
El pantalón blanco de los soldados de hace cuarenta años ha sido origen
de grandísimas riquezas. Los fardos de Coruñas y Viveros dieron a
Casarredonda y al tal Albert más dinero que a los Santa Cruz y a los
Bringas los capotes y levitas militares de Béjar, aunque en rigor de
verdad estos comerciantes no tenían por qué quejarse. Albert murió el
55, dejando una gran fortuna, que heredó su hija casada con el sucesor
de Muñoz, el de la inmemorial ferretería de la calle de Tintoreros.
En el reinado de D. Baldomero II, las prácticas y procedimientos
comerciales se apartaron muy poco de la rutina heredada. Allí no se
supo nunca lo que era un anuncio en el Diario, ni se emplearon
viajantes para extender por las provincias limítrofes el negocio. El
refrán de el buen paño en el arca se vende era verdad como un templo
en aquel sólido y bien reputado comercio. Los detallistas no
necesitaban que se les llamase a son de cencerro ni que se les
embaucara con artes charlatánicas. Demasiado sabían todos el camino
de la casa, y las metódicas y honradas costumbres de esta, la fijeza de
los precios, los descuentos que se hacían por pronto pago, los plazos
que se daban, y todo lo demás concerniente a la buena inteligencia
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