entre vendedor y parroquiano. El escritorio no alteró jamás ciertas
tradiciones venerandas del laborioso reinado de D. Baldomero I. Allí
no se usaron nunca estos copiadores de cartas que son una aplicación
de la imprenta a la caligrafía. La correspondencia se copiaba a pulso
por un empleado que estuvo cuarenta años sentado en la misma silla
delante del mismo atril, y que por efecto de la costumbre casi copiaba
la carta matriz de su principal sin mirarla. Hasta que D. Baldomero
realizó el traspaso, no se supo en aquella casa lo que era un metro, ni se
quitaron a la vara de Burgos sus fueros seculares. Hasta pocos años
antes del traspaso, no usó Santa Cruz los sobres para cartas, y estas se
cerraban sobre sí mismas.
No significaban tales rutinas terquedad y falta de luces. Por el contrario,
la clara inteligencia del segundo Santa Cruz y su conocimiento de los
negocios, sugeríanle la idea de que cada hombre pertenece a su época y
a su esfera propias, y que dentro de ellas debe exclusivamente actuar.
Demasiado comprendió que el comercio iba a sufrir profunda
transformación, y que no era él el llamado a dirigirlo por los nuevos y
más anchos caminos que se le abrían. Por eso, y porque ansiaba
retirarse y descansar, traspasó su establecimiento a los Chicos que
habían sido deudos y dependientes suyos durante veinte años. Ambos
eran trabajadores y muy inteligentes. Alternaban en sus viajes al
extranjero para buscar y traer las novedades, alma del tráfico de telas.
La concurrencia crecía cada año, y era forzoso apelar al reclamo,
recibir y expedir viajantes, mimar al público, contemporizar y abrir
cuentas largas a los parroquianos, y singularmente a las parroquianas.
Como los Chicos habían abarcado también el comercio de lanillas,
merinos, telas ligeras para vestidos de señora, pañolería, confecciones y
otros artículos de uso femenino, y además abrieron tienda al por menor
y al vareo, tuvieron que pasar por el inconveniente de las morosidades
e insolvencias que tanto quebrantan al comercio. Afortunadamente para
ellos, la casa tenía un crédito inmenso.
La casa del gordo Arnaiz era relativamente moderna. Se había hecho
pañero porque tuvo que quedarse con las existencias de Albert, para
indemnizarse de un préstamo que le hiciera en 1843. Trabajaba
exclusivamente en género extranjero; pero cuando Santa Cruz hizo su
traspaso a los Chicos, también Arnaiz se inclinaba a hacer lo mismo,
porque estaba ya muy rico, muy obeso, bastante viejo y no quería
trabajar. Daba y tomaba letras sobre Londres y representaba a dos
Compañías de seguros. Con esto tenía lo bastante para no aburrirse. Era
hombre que cuando se ponía a toser hacía temblar el edificio donde
estaba; excelente persona, librecambista rabioso, anglómano y solterón.
Entre las casas de Santa Cruz y Arnaiz no hubo nunca rivalidades;
antes bien, se ayudaban cuanto podían. El gordo y D. Baldomero
tratáronse siempre como hermanos en la vida social y como
compañeros queridísimos en la comercial, salvo alguna discusión
demasiado agria sobre temas arancelarios, porque Arnaiz había hecho
la gracia de leer a Bastiat y concurría a los meetings de la Bolsa, no
precisamente para oír y callar, sino para echar discursos que casi
siempre acababan en sofocante tos. Trinaba contra todo arancel que no
significara un simple recurso fiscal, mientras que D. Baldomero, que en
todo era templado, pretendía que se conciliasen los intereses del
comercio con los de la industria española. «Si esos catalanes no
fabrican más que adefesios --decía Arnaiz entre tos y tos--, y reparten
dividendos de sesenta por ciento a los accionistas...».
--¡Dale!, ya pareció aquello--respondía don Baldomero--Pues yo te
probaré...
Solía no probar nada, ni el otro tampoco, quedándose cada cual con su
opinión; pero con estas sabrosas peloteras pasaban el tiempo. También
había entre estos dos respetables sujetos parentesco de afinidad, porque
doña Bárbara, esposa de Santa Cruz, era prima del gordo, hija de
Bonifacio Arnaiz, comerciante en pañolería de la China. Y
escudriñando los troncos de estos linajes matritenses, sería fácil
encontrar que los Arnaiz y los Santa Cruz tenían en sus diferentes
ramas una savia común, la savia de los Trujillos. «Todos somos
unos--dijo alguna vez el gordo en las expansiones de su humor festivo,
inclinado a las sinceridades democráticas--, tú por tu madre y yo por mi
abuela, somos Trujillos netos, de patente; descendemos de aquel
Matías Trujillo que tuvo albardería en la calle de Toledo allá por los
tiempos del motín de capas y sombreros. No lo invento yo; lo canta una
escritura de juros que tengo en mi casa. Por eso le he dicho ayer a
nuestro pariente Ramón Trujillo... ya sabéis que me le han hecho
conde... le he dicho que adopte por escudo un frontil y una jáquima con
un letrero que diga: Pertenecí a Babieca...».
--ii--
Nació Barbarita Arnaiz en la
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