antaño. Y no creas, no creas que por esto son peores. Y
si me apuras, te diré que conviene que los chicos no sean tan encogidos
como los de entonces. Me acuerdo de cuando yo era pollo. ¡Dios mío,
qué soso era! Ya tenía veinticinco años, y no sabía decir a una mujer o
señora sino que usted lo pase bien, y de ahí no me sacaba nadie. Como
que me había pasado en la tienda y en el almacén toda la niñez y lo
mejor de mi juventud. Mi padre era una fiera; no me perdonaba nada.
Así me crié, así salí yo, con unas ideas de rectitud y unos hábitos de
trabajo, que ya ya... Por eso bendigo hoy los coscorrones que fueron
mis verdaderos maestros. Pero en lo referente a sociedad, yo era un
salvaje. Como mis padres no me permitían más compañía que la de
otros muchachones tan ñoños como yo, no sabía ninguna suerte de
travesuras, ni habla visto a una mujer más que por el forro, ni entendía
de ningún juego, ni podía hablar de nada que fuera mundano y corriente.
Los domingos, mi mamá tenía que ponerme la corbata y encasquetarme
el sombrero, porque todas las prendas del día de fiesta parecían querer
escapárseme del cuerpo. Tú bien te acuerdas. Anda, que también te has
reído de mí. Cuando mis padres me hablaron... así, a boca de jarro, de
que me iba a casar contigo, ¡me corrió un frío por todo el espinazo...!
Todavía me acuerdo del miedo que te tenía. Nuestros padres nos dieron
esto amasado y cocido. Nos casaron como se casa a los gatos, y punto
concluido. Salió bien; pero hay tantos casos en que esta manera de
hacer familias sale malditamente... ¡Qué risa! Lo que me daba más
miedo cuando mi madre me habló de casarme, fue el compromiso en
que estaba de hablar contigo... No tenía más remedio que decirte algo...
¡Caramba, qué sudores pasé! 'Pero yo ¿qué le voy a decir, si lo único
que sé es que usted lo pase bien, y en saliendo de ahí soy hombre
perdido...?'.
Ya te he contado mil veces la saliva amarga que tragaba ¡ay, Dios mío!,
cuando mi madre me mandaba ponerme la levita de paño negro para
llevarme a tu casa. Bien te acuerdas de mi famosa levita, de lo mal que
me estaba y de lo desmañado que era en tu presencia, pues no me
arrancaba a decir una palabra sino cuando alguien me ayudaba. Los
primeros días me inspirabas verdadero terror, y me pasaba las horas
pensando cómo había de entrar y qué cosas había de decir, y
discurriendo alguna triquiñuela para hacer menos ridícula mi cortedad...
Dígase lo que se quiera, hija, aquella educación no era buena. Hoy no
se puede criar a los hijos de esa manera. Yo ¡qué quieres que te diga!,
creo que en lo esencial Juanito no ha de faltarnos. Es de casta honrada,
tiene la formalidad en la masa de la sangre. Por eso estoy tranquilo, y
no veo con malos ojos que se despabile, que conozca el mundo, que
adquiera soltura de modales...».
--No, si lo que menos falta hace a mi hijo es adquirir soltura, porque la
tiene desde que era una criatura... Si no es eso. No se trata aquí de
modales, sino de que me le coman esas bribonas...
--Mira, mujer, para que los jóvenes adquieran energía contra el vicio, es
preciso que lo conozcan, que lo caten, sí, hija, que lo caten. No hay
peor situación para un hombre que pasarse la mitad de la vida rabiando
por probarlo y no pudiendo conseguirlo, ya por timidez, ya por
esclavitud. No hay muchos casos como yo, bien lo sabes; ni de estos
tipos que jamás, ni antes ni después de casados, tuvieron trapicheos,
entran muchos en libra. Cada cual en su época. Juanito, en la suya, no
puede ser mejor de lo que es, y si te empeñas en hacer de él un
anacronismo o una rareza, un non como su padre, puede que lo eches a
perder.
Estas razones no convencían a Barbarita, que seguía con toda el alma
fija en los peligros y escollos de la Babilonia parisiense, porque había
oído contar horrores de lo que allí pasaba. Como que estaba infestada la
gran ciudad de unas mujeronas muy guapas y elegantes que al pronto
parecían duquesas, vestidas con los más bonitos y los más nuevos
arreos de la moda. Mas cuando se las veía y oía de cerca, resultaban ser
unas tiotas relajadas, comilonas, borrachas y ávidas de dinero, que
desplumaban y resecaban al pobrecito que en sus garras caía. Contábale
estas cosas el marqués de Casa--Muñoz que casi todos los veranos iba
al extranjero.
Las inquietudes de aquella incomparable señora acabaron con el
regreso
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