el
perro Fortuna asomó la cabeza. Se había refugiado allí rápidamente al
ver a los hombres con las escopetas.
Su instinto le había aconsejado aquella retirada, porque sus enemigos
eran muchos y ventajosamente armados para vencerlos.[15]
Fortuna permaneció un momento indeciso y moviendo la cabeza con
recelo como si temiera alguna emboscada.
Por fin se acercó a donde estaba Polonia desmayada y le lamió las
manos y la cara.
Luego levantó de nuevo la cabeza moviendo la negra membrana de su
hocico, con esa rapidez nerviosa del perro que ventea un rastro caliente.
De pronto lanzó un aullido apagado, y bajando el hocico hacia el suelo,
se lanzó a la carrera por el barranco, siguiendo las huellas de los
secuestradores.
CAPÍTULO IV
=La tempestad=
Cuando Polonia recobró el conocimiento era de noche; quiso gritar,
pero la mordaza ahogaba su voz en la garganta y su corazón latía de un
modo violento.
Se levantó como pudo; sintió grandes dolores en todo su cuerpo.
Comenzó a subir la rampa del barranco con gran fatiga.
Una vez en la carretera, echó a correr hacia el pueblo.
El cielo se había encapotado, el viento producía en las hojas de los
árboles ese ruido que imita el eterno movimiento de las olas del mar al
estrellarse sobre las rocas de las costas.
Este cambio repentino de tiempo, tan frecuente en el mes de agosto, no
fué apercibido por Polonia, que corría y corría siempre, respirando de
un modo fatigoso.
Ya cerca del pueblo vió venir gente hacia ella.
Eran don Salvador, el alcalde y el secretario, que, extrañándoles la
tardanza de Juanito, iban en su busca.
Al ver a Polonia amordazada y con las manos atadas a la espalda, don
Salvador lanzó un grito de espanto, como si lo adivinara todo.
El alcalde y el secretario quitaron la mordaza y las ataduras de las
manos de Polonia, que cayendo de rodillas a los pies de su buen amo,
sólo pudo decir:
--¡Me han robado a Juanito, señor, me lo han robado!...
Y volvió a desmayarse.
Don Salvador se quedó aterrado, le flaquearon las piernas y se abrazó al
cuello del alcalde para no caerse.
Afortunadamente, la pareja de la guardia civil, que salía del pueblo a
hacer el servicio nocturno de carretera, llegó a tiempo y pudieron
conducir hasta su casa a don Salvador y a Polonia.
Reanimados un poco con los auxilios que les prestaron, la nodriza
contó detalladamente todo lo que les había ocurrido desde que oyeron
los tristes lamentos de la infame niña mendiga hasta el instante que
perdió el sentido.
--¡Ah, si hubieras hecho caso de los gruñidos de Fortuna, que os
anunciaban un peligro!--exclamó el anciano, golpeándose la
frente.--¿Pero dónde está que no le veo?
--Indudablemente le matarían, porque yo tampoco le vi más desde que
salieron aquellos hombres del carrizal.[16]
--En fin, dame, dame esa carta, Polonia; no se ha perdido todo; esto
será cuestión de dos, de tres, de cuatro mil duros, de todo lo que poseo
si se les antoja pedírmelo. ¿No es verdad, guardias? ¿No es verdad,
señor alcalde? Los secuestradores son unos infames, unos criminales;
pero generalmente no matan a los secuestrados. Me lo devolverán, sí;
me lo devolverán, y yo en cambio les daré lo que me pidan. Don
Salvador se ahogaba; tuvo que sentarse, se quitó la corbata y se
desabrochó el chaleco; no podía respirar.[I]
Mientras tanto Polonia buscaba en vano la carta que tan brutalmente le
había metido en el pecho el secuestrador.
--¡Pero no me das esa carta!--exclamó el anciano.
--Si no la encuentro, señor.
--¡Que no la encuentras!--exclamó el abuelo, pálido como un cadáver y
levantándose de la silla como impulsado por una fuerza superior a su
voluntad.[18]
--No; no la encuentro,--exclamó Polonia con desesperación;--me la
metió uno de ellos en el pecho mientras otro me ataba las manos y me
ponía la mordaza; pero como luego caí desmayada en el barranco....
--Entonces se te habrá caído en el barranco y es preciso ir a
buscarla.[19]
Y don Salvador se dirigió a la puerta.
El alcalde le detuvo, diciéndole:
--Para buscar la carta bastamos nosotros. Polonia nos acompañará. El
tiempo ha cambiado y amenaza tormenta. A ver; Atanasio, coge la
linterna; vamos andando.
Don Salvador quiso acompañarlos, pero el médico y el cura, que
también habían acudido al saber la desgracia de Juanito, se opusieron
firmemente.
--¡Oh, Dios mío, Dios mío!--exclamó el anciano con desesperación;--si
no encuentran esa carta, mi pobre Juanito está perdido, porque le
matarán viendo que no se les da el dinero que piden. Salieron en busca
de la carta Polonia, los dos guardias civiles, el alcalde, el secretario,
Cachucha y el jardinero.[20]
El médico y algunos vecinos del pueblo se quedaron acompañando a
don Salvador.
Cuando los expedicionarios salieron a la calle, los deslumbró un
relámpago que
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