más invadieron el jardín dando gritos de terror.
Cachucha iba delante con su enorme sable desenvainado y haciéndole girar de un modo vertiginoso por encima de su cabeza.
Al penetrar aquella turba en el jardín, todos gritaban a un tiempo como si se hubieran ensayado:
--?Está rabioso, está rabioso!... ?Matadle, matadle!...
Al pronto, don Salvador, que no había visto pasar al perro, creyó que el rabioso era el pobre cuadrillero que, con el rostro descompuesto y los cabellos erizados, avanzaba a la carrera hacia el pabellón, blandiendo con vigorosa mano su terrible sable.[7]
Don Salvador se retiró de la ventana para proteger a su nieto, y al volverse, lo adivinó todo con espanto y lanzó un grito de horror, quedándose enclavado en el suelo sin poder avanzar ni retroceder.[E]
Allí, junto al sofá, arrodillado, se hallaba Juanito acariciando la sucia y empolvada cabeza de un perro desconocido.
Aquel animal, cubierto de sangre, de lodo y de polvo, miraba a Juanito con los ojos brillantes como dos ascuas de fuego, con la boca abierta y la lengua colgante.
De cuando en cuando el perro contenía su agitada respiración y lamía suavemente las manos de Juanito moviendo con pausa la cola, como si quisiera decirle:
--No tengas miedo, hermoso ni?o, yo pertenezco a una raza que tiene la gratitud en el corazón: en mi familia no se han conocido nunca ni los traidores ni los desagradecidos.
Cachucha entró precipitadamente en el pabellón seguido de un ejército de hombres, mujeres y ni?os.
El perro, con ese delicado instinto propio de su raza, se acercó un poco más al ni?o, tendiéndose a sus pies, seguro de que había encontrado un buen defensor para librarse de aquella horda de vándalos que pedía su muerte.
--Se?orito, no toque Vd. a ese perro, que está rabioso,--exclamó Cachucha.--Apártese usted que voy a dividirle por la mitad.
--Rabioso...--exclamó Juanito riéndose y rodeando el cuello del perro con uno de sus brazos,?rabioso, y me lame las manos y se echa temblando a mis pies para que le proteja? Bah, tú sí que estás rabioso, mi buen Cachucha; si te vieras la cara en el espejo, de seguro te darías miedo a ti mismo.
--Vamos, Cachucha,--dijo el abuelo, observando las pacíficas manifestaciones del perro--envaina ese sable que amenaza nuestras cabezas. El perro no está rabioso: son otros los síntomas que presentan esos pobres animales cuando se hallan atacados de esa terrible enfermedad. Verás lo que tiene.
Y don Salvador cogió una jofaina llena de agua y la puso en el suelo al lado del perro, que comenzó a beber con avaricia, agitando la cola.
Cachucha abrió inmensamente los ojos y dijo:
--?Calla; pues es verdad; bebe agua!
Y volviéndose indignado contra la muchedumbre, a?adió:
--?Pedazos de brutos, animales! ?Por qué me habéis dicho que estaba rabioso?
Nadie contestó, y el cuadrillero, envainando su sable, volvió a decir:
--Se?or don Salvador, le ruego a Vd. que nos perdone por el susto que le hemos dado, pero conste que la intención era buena.
--Ya lo sé, hombre, ya lo sé, y lo agradezco con toda el alma.
Todos fueron saliendo del pabellón respetuosamente, asombrados del valor de Juanito y de su abuelo y sobre todo de la suerte que había tenido el perro forastero, refugiándose en aquella casa.[8]
--Pobrecito, qué sed tenía, y puede que tenga también hambre;--dijo el ni?o.--Debe estar herido; tiene sangre en el lomo; es preciso curarle. ?Y cómo se llamará, abuelito?[F]
--?Quién?
--Este perro.
--No lo sé, hijo mío;--contestó riéndose don Salvador,--y como tengo la completa seguridad de que si se lo pregunto no me lo ha de decir, no quiero tomarme esa molestia. Pero como todas las cosas deben tener un nombre, nosotros le pondremos uno y desde hoy a este perro se le llamará Fortuna, pues fortuna y no poca ha sido la suya refugiándose en esta casa, y encontrar al que le ha librado del terrible sable de Cachucha.[9]
CAPíTULO III
=Los secuestradores=
Cuatro días después, el perro Fortuna estaba desconocido. Juanito le curó las heridas, que eran leves, con árnica, y luego, ayudado de Atanasio el jardinero, le lavó con jabón y un estropajo.
Entonces se vió que Fortuna no era tan feo como parecía bajo el andrajoso manto de la miseria, que con un buen collar y bien alimentado podía presentarse en cualquier parte sin que su amo se avergonzara.
Pero lo más hermoso de Fortuna eran los ojos, en donde resplandecía la inteligencia, sobre todo cuando sentado sobre sus patas traseras miraba fijamente a Juanito como deseando adivinar sus pensamientos para ejecutarlos.
Una tarde el abuelo y el nieto fueron a ver una vi?a rodeada de almendros que se había plantado la misma semana del nacimiento de Juanito y que en el pueblo llamaban La Juanita.
Don Salvador, en todos estos paseos campestres, llevaba siempre un libro.
Se sentaron a descansar a la sombra de un almendro, y a la caída de la tarde regresaron al pueblo.
Ya cerca de casa, don Salvador echó de menos el libro.
--?Ah!--exclamó,--me he
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