Fortuna | Page 3

Enrique Pérez Escrich
fuerza de sus pulmones:
--?Compa?eros, salvemos a nuestro padre, salvemos a nuestra providencia!
[Illustration]

CAPíTULO II
=El indulto=
Don Salvador Bueno era el vecino más respetable, más sabio, más caritativo y más rico del pueblo.
Sus sesenta a?os, su cabeza blanca como la nieve, su rostro bondadoso, su afable sonrisa y su mirada serena hacían exclamar a todo el mundo: ahí va un hombre de bien, un justo.
Don Salvador había viajado mucho y leído mucho con provecho. Sus conocimientos eran tan generales que su conversación resultaba siempre instructiva y amena. Veía las épocas antiguas con la misma claridad que la presente, y al hablar de los grandes hombres de Grecia y de Roma, parecía que hablaba de amigos íntimos que acababan de morir pocos días antes.
Aquel venerable anciano era una enciclopedia siempre a disposición de los que querían consultarla en el pueblo.
Tampoco habían faltado penas al se?or Bueno: había visto morir a un hijo al a?o de terminar de un modo brillante la carrera de ingeniero de Caminos y Canales y a una hija a los seis meses de dar a luz un hermoso ni?o.[4]
Don Salvador se había quedado solo en el mundo con su nieto, que se llamaba Juanito y en la época que nos ocupa era un precioso ni?o de ocho a?os de edad.[D]
El abuelo se había propuesto hacer de su nieto un hombre perfecto.
--Yo le ense?aré--se decía--todo lo que puede ense?arse en un colegio, en el buen sentido de la palabra, porque en los colegios también se aprende algo malo. Procuraré, al mismo tiempo que educo su inteligencia en los sanos principios de la moral, de la caridad y del amor al prójimo, desarrollar sus fuerzas físicas, educar su cuerpo.
Juanito era un ni?o tan hermoso de cuerpo como de alma, con una inteligencia clarísima y un corazón bondadoso y caritativo.
Entremos ahora en casa de don Salvador Bueno.
El reloj de la iglesia acababa de dar las doce campanadas del mediodía.
La casa de don Salvador, situada a la salida del pueblo, tenía un espacioso jardín. En el centro de un grupo de corpulentos árboles se alzaba un pabellón en donde pasaban durante las calurosas horas de la canícula el abuelo y el nieto largos ratos, entregados unas veces a los ejercicios de la gimnasia y de la esgrima, otras a la lectura.[5]
En el momento que vamos a permitir a nuestros lectores que entren en el pabellón, don Salvador y Juanito se hallaban haciendo lo que en el lenguaje técnico de los gimnasios se llaman poleas, ejercicio que desarrolla los músculos de los brazos, ensancha el pecho y abre el apetito.
El viejo y el ni?o iban vestidos lo mismo, pantalón de lienzo blanco, una almilla rayada ce?ida al cuerpo, zapatillas y cinturón de lona.
Este ligerísimo traje era el más a propósito para hacer gimnasia, sobre todo en las horas calurosas del mes de julio.
--Basta por hoy, Juanito, basta por hoy,--dijo el anciano, cogiendo un pa?uelo y limpiando el sudor que corría con abundancia por la frente de su nieto.
--No estoy cansado,--contestó Juanito,--si Vd. quiere, podemos continuar hasta que Polonia nos llame para comer.
Polonia era el ama de gobierno y había sido nodriza de Juanito. El marido de Polonia ejercía en la casa las funciones de mayordomo.
--No, no; tienes la cara encendida como una amapola,--a?adió el viejo acariciando la cabeza del ni?o--y antes de comer conviene que descanses un poco. Vaya, échate en el sofá con las manos cruzadas debajo de la cabeza: esa postura es muy higiénica. Yo voy a hacer lo mismo en esa mecedora.[6]
Juanito, que ya se había tendido en el sofá, se incorporó un poco y dijo:
--?Ha oído Vd.? Parece que ha sonado un tiro a lo lejos, en la calle.
--Será algún cazador que vuelve del monte y habrá disparado la escopeta a la entrada del pueblo.
El ni?o, que sin duda no quedaba satisfecho con aquellas explicaciones, a?adió:
--No, no, abuelito; yo oigo gritos y voces: algo sucede.
Don Salvador fijó un momento su atención y repuso:
--Efectivamente, se oye un gran alboroto en la calle. Los gritos, la algazara, no solamente iban en aumento, sino que parecían acercarse hacia aquel pacífico retiro.
Don Salvador descorrió la persiana de una de las ventanas del pabellón, y asomándose, dijo en voz alta:
--Atanasio.
--?Qué manda Vd., se?or?--contestó un hombre que se hallaba cavando un cuadro de tierra cerca del pabellón.
--Anda, hombre, anda por el postigo de la tapia a ver lo que sucede en la calle.
Atanasio corrió hacia el sitio indicado, pero al abrir la peque?a puerta que daba paso a la calle, retrocedió, cayendo de espaldas contra la tapia.
Al mismo tiempo un perro entró en el jardín como una exhalación, se refugió en el pabellón, y fue a esconderse debajo del sofá en donde se hallaba sentado Juanito.
Antes que don Salvador y su nieto se dieran cuenta de lo que sucedía, Cachucha el cuadrillero y veinte o treinta personas
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