agua.
Llegó al pueblo cuyas desiertas calles recibían de plano ese sol abrasador de un día del mes de julio.
Las paredes de las casas, las tapias de los corrales, no proyectaban la menor sombra; el reloj de la torre acababa de dar doce campanadas.
En la primera casa, a la sombra de un cobertizo, se hallaba una mujer lavando; cerca de ella y sobre una zalea se veía un ni?o que tendría dos a?os de edad.[2] El ni?o jugaba con sus rotos zapatos que había logrado quitarse de los pies.
La puerta del corral estaba entornada. El perro, que sin duda había olfateado el agua, la empujó con el hocico.
--?Tuso!...--le gritó la mujer.
Pero como si este grito no bastara para ahuyentar al importuno huésped, cogió una piedra y se la arrojó con fuerza.
El pobre animal esquivó el cuerpo lanzando un gru?ido y ense?ándole los colmillos a la mujer; luego continuó su camino.
Un poco más abajo volvió a detenerse. La puerta de un corral estaba de par en par. En medio había un pozo y una pila de piedra rebosando agua.
El perro no vio a nadie y se decidió a entrar, pero al mismo tiempo salió un hombre de la cuadra con un garrote en la mano. El pobre animal, adivinando que aquel segundo encuentro podía serle más funesto que el primero, se quedó mirando al hombre con tristes y suplicantes ojos y moviendo el rabo en se?al de alianza.[B]
El hombre, que sin duda tenía poco desarrollado el órgano de la caridad, se fué hacia el perro con el garrote levantado.
El perro indignado ante aquel recibimiento tan poco hospitalario, gru?ó sordamente, ense?ándole al mismo tiempo su robusta dentadura y su encendida boca.
--?Estará rabioso?--se preguntó el hombre.
Y dándose él mismo una respuesta afirmativa, le arrojó el palo con fuerza y entró en la casa gritando:
--?Un perro rabioso!... ?Mi escopeta, mi escopeta!
éste fué el toque de rebato que puso en conmoción a todos los vecinos, porque desgraciado del perro forastero que durante la canícula entra en un pueblo en las horas del calor y se le ocurre a alguno decir que rabia, porque desde este momento queda decretada su muerte; el arma con que debe ejecutarse la sentencia es igual; pues se emplean todas: la escopeta, la hoz, la horquilla, el palo, la piedra; lo primero que se halla a mano para herir.[C]
Basta un movimiento agresivo del perro para que todos huyan pronunciando allá en su interior la famosa frase de las derrotas: sálvese el que pueda.
Cuando el hombre que había lanzado el primer grito de alarma salió a la calle con la escopeta, el perro se hallaba cuatro o cinco casas más abajo, pero el hombre, sin encomendarse a Dios ni al diablo, se puso la escopeta a la cara e hizo fuego. Afortunadamente para el pobre perro, los perdigones fueron a aplastarse en un poyo de piedra; pero algunos de rechazo dieron en el lomo y en las ancas del animal, que lanzó un aullido doloroso.
Los vecinos salían a sus puertas, y enterándose al instante de lo que ocurría, comenzaron a dar voces y a arrojar sobre el animal, que ningún da?o les había hecho, todo lo que encontraban a mano.
El perro, azorado y medroso, huía siempre confiando su salvación a la ligereza de sus piernas y ansioso de hallarse lejos de aquel pueblo inhospitalario en donde hasta las piedras se volvían contra él.
Ya casi iba a conseguir su objeto, cuando vio cerrado el paso por un hombre que montaba un caballejo de pobre y miserable estampa.
Era el cuadrillero del pueblo, que desenvainando un inmenso sable de caballería, se dispuso a cerrarle el paso, mientras que la gente que seguía al perro con palos, hoces y horquillas, le gritaba:
--?Mátale, Cachucha, mátale; está rabioso!
El pobre animal miró a derecha e izquierda, buscando una salida salvadora.
La gente, lanzando gritos de guerra y exterminio, le iba estrechando por ambas partes de la calle.[3]
La situación del perro forastero era verdaderamente angustiosa, las piedras llovían sobre él dando muchas veces en el blanco, y el enorme sable del cuadrillero Cachucha centelleaba herido por los rayos del sol, amenazándole de muerte.
Sin embargo, nadie era tan valiente que se atreviera a ponerse al alcance de los colmillos del perro.
Entre los perseguidores del perro había tres o cuatro armados con escopeta, podían dar la muerte a su enemigo desde lejos, pero nadie disparaba, temerosos de herirse los unos a los otros.
De vez en cuando se oía la voz del cuadrillero Cachucha que gritaba:
--?Cuidado con las escopetas!... ?Ojo, que estoy aquí!...
En este momento aflictivo se abrió una peque?a puerta de la tapia de un jardín y el perro se metió por ella precipitadamente.
Cachucha bajó con ligereza del caballejo y corrió hacia la casa por donde había desaparecido el perro, agitando el sable en el aire con nerviosa mano y exclamando con toda la
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