instantes después,
yacían cadáveres.
136.
Cuando triunfó el buen guerrero
de sus enemigos, las bestias feroces,
con lágrimas en los ojos desató las ligaduras
del infelicísimo que
tenía perdido el conocimiento.
137.
Poseído de conmiseración el ánimo
cuando vio la sangre brotar de los
estigmas,
perdió la paciencia al querer desatar rápidamente
las
enmarañadas espiras de la cuerda.
138.
Colocóse, pues, al lado
del fofo cuerpo, cual fresco cadáver,
y de un
tajo cortó con la espada
la cuerda impía de probada resistencia.
139.
Se sentó y puso en su regazo, desesperándose,
el cuerpo, que de
agobio se le fue el aliento;
pasó las manos por el rostro y pulsó el
pecho,
que su deseo fue que recobrase el conocimiento.
140.
Por mirar a hito el desfallecimiento
del que tenía en su regazo tan
soliviantado,
escudriñaba, causándole asombro
así la hermosura del
porte como su fin.
141.
También asombraba al del bello continente
su parecido y semejanza
con el valiente guerrero;
y sintieran encanto los contempladores
ojos, si profunda lástima no se lo impidiese.
142.
Conturbadísimo estaba su ánimo,
pero se serenó cuando pareció
moverse
el que tenía en su regazo, tan alicaído,
despertándosele la
vida en letargo.
143.
La cabeza abatida, abrió los ojos,
un suspiro fue su primer saludo a la
claridad,
seguido de un gemido que ponía lástima:
¿dónde estás,
Laura, en este trance?
144.
Vente, querida mía, y mi prisión deshaga,
si muero, acuérdate de mí;
y volvió a cerrar los ojos, desvaneciéndose sus quejidos.
El que le
tenía en los brazos temía contestarle.
145.
Para evitar que recayese,
y acabara por apagarse el ya escaso aliento.
Esperó que verdaderamente sosegase
el ánimo del que tenía en su
regazo, compendio del pesar.
146.
Cuando volvió a abrir los ojos llenóse de pavor,
¿cómo? ¡suerte impía!
¡en manos del moro!
Quiso hurtar el cuerpo blandujo,
y, cuando no
lo consiguió, rechinó sólo los dientes.
147.
Contestó el guerrero que no cobrase miedo:
Serénate y divierte el
ánimo;
hoy libre estás de todo daño,
te ampara quien te sostiene en
sus brazos.
148.
Si te da bascas mi solicitud,
y ponzoña a tu corazón el no ser cristiano,
me avergüenza no acorrerte
en trance tan apurado que la suerte te
deparó.
149.
Tu traje te revela
Albanés, y Persa el mío;
enemigo eres de mi
patria y de mi secta,[18]
mas tu infortunio de hoy nos vuelve
camaradas.
150.
Moro soy, pero pío,
sujeto a los mandatos del cielo,
y en mi
corazón viene grabada
la ley natural de compartir la desgracia del
prójimo.
151.
¿Qué podría hacer yo, que oí
tus quejidos que conturban,
amarrado,
y a punto de recibir zarpazos
de dos fieros leones llenos de saña?
152.
Suspiró el que iba en el regazo,
y al solícito moro contestó:
Si no
me hubieras desamarrado del tronco del árbol,
sepultado estaría ya en
el vientre del león.
153.
Aliviado ya este pecho,
y no obstante mostrarte mortal enemigo,
no
permitiste que trizas hicieran
de mi cuerpo, vida y padecimientos.
154.
Tu misericordia no imploro,
que me quites la vida es la misericordia
que deseo;
no sabes los tormentos que sufro,
que la muerte es la
vida que pido.
155.
Aquí se le escapó un grito de conmiseración
al moro piadoso y
lágrimas descuajó
en respuesta a las palabras oídas,
reclinándose
extenuado.
156.
Al cabo, ambos quedaron mudos,
sin lograr sobreponerse a los
asaltos del dolor,
enajenados de ánimo, hasta que se escondió
y
acostó Febo en su lecho de oro.
157.
Cuando notó el piadoso moro
que la débil claridad en el bosque se
disipaba
rastreó las huellas por donde anduvo,
y llevó al que tenía
en los brazos donde procedió.
158.
Allá donde primeramente recaló,
cuando penetró en el bosque el
aguerrido moro,
y, en una ancha y limpia roca,
amorosamente
recompuso al que con él trujo.
159.
Sacó de sus provisiones algo que comer,
invitó cariñosamente al
apenado a que probase bocado;
aunque se negaba, se dejó persuadir
por blandas y halagadoras palabras.
160.
Algún ánimo cobró,
porque el hambre ya no acosaba,
y, sin querer,
quedó dormido
en el regazo del bizarro guerrero.
161.
Este no cerró los ojos en toda la noche,
y por cuidarle pasóla en
vigilia,
temiendo que le acometiesen
sañudas fieras que por el
bosque rampaban.
162.
A cada despertar suyo del ligero sueño,
el atribulado prorrumpía en
quejas,
que cual dardos se clavaban
en el pecho del moro piadoso y
bienhechor.
163.
A la madrugada quedó profundamente dormido,
y descansó un poco
de sus fatigas,
hasta que Aurora impelió a las sombras,[19]
no soltó
gemido, ni queja.
164.
Fue la causa que concilió
cinco pesares que se revolvían
y
tranquilizó al corazón doliente,
cobrando fuerzas nuevas el cuerpo
maltrecho.
165.
Por donde, al esparcir por el orbe
su dorada cabellera el alegre sol,
se incorporó despacioso y agradeció
al cielo las recobradas fuerzas
del cuerpo.
166.
Cuál no sería el gozo del ínclito guerrero,
que abrazó repentinamente
al cuitado,
y si antes, de piedad, le brotaron las lágrimas,
hoy, de
alegría, le corrían, a chorros.
167.
Mis palabras no bastan a narrar cuán grande
fue el agradecimiento del
maltraído,
y, no fuera el pesar por su amor sin ventura,
la alegría
todo lo hubiera disipado.
168.
Que la pena de amor nacida,
por más que huya del pecho,
presto
volverá,
y todavía con mayor saña.
169.
Así que, apenas logró tocar
la alegría
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