política y social de Europa de algunos años á esta parte. El
mismo tiempo hace que le dijeron al hombre desheredado de la fortuna:
«no tienes oro, pero tienes derechos que conquistar, que al fin te
valdrán oro»; y desde entonces se está rompiendo el bautismo en las
calles, detrás de las barricadas, para que se los arrebate el mismo que le
provoca á la lucha; para no dejar de ver, ni por un solo instante en la
sociedad, junto á uno que se muere de hambre, otro que revienta de
harto. ¿Qué es esto, amigo mío? Pues todo ello ya lo teníamos nosotros
sin tanta música ni tanto cacareo de dignidad y de derechos; y aun
teníamos más, porque con la misma desigualdad de fortunas, había
buena fe en los de arriba y resignación en los de abajo. Resultado: que
había paz en los pueblos, alegría en los hogares, y grandes virtudes en
el corazón. Ahora, si estas menudencias no valen nada para ustedes, la
cuestión cambia de aspecto; y si el destino del hombre sobre la tierra es
otro que hacer risueño y apacible el grupo de una familia cobijada al
calor del hogar doméstico, confieso sin repugnancia que nuestras
patriarcales costumbres fueron un borrón que manchó á la humanidad
en los tiempos del llamado obscurantismo.
Aquí don Pelegrín se limpió los labios con su pañuelo, arregló la capa
sobre las rodillas, sacó la caja de rapé y tomó un polvo con marcial
desenfado. En vano le llamé al orden y le rogué que continuase
hablándome de la tertulia de Su Ilustrísima: le había tocado su cuerda
más sensible, y, como siempre, se engolfó entre sus rancias memorias:
no hallé medio de dirigirle una pregunta sin obtener por respuesta
parrafadas como la anterior. En vista de ello, supuse una ocupación
urgente, despedíme de él y salí del café, haciendo que me reía de sus
lucubraciones, ó, lo que es lo mismo, comentando la sesión en términos
iguales ó parecidos á los que han servido de introducción á este
bosquejo.
EL RAQUERO
I
Antes que la moderna civilización en forma de locomotora asomara las
narices á la puerta de esta capital; cuando el alípedo genio de la plaza,
acostumbrado á vivir, como la péndola de un reló, entre dos puntos
fijos, perdía el tino sacándole de una carreta de bueyes ó de la bodega
de un buque mercante; cuando su enlace con las artes y la industria le
parecía una utopía, y un sueño el poder que algunos le atribuían de
llevar la vida, el movimiento y la riqueza á un páramo desierto y
miserable; cuando, desconociendo los tesoros que germinaban bajo su
estéril caduceo, los cotizaba con dinero encima, sin reparar que sutiles
zahories los atisbaban desde extrañas naciones, y que más tarde los
habían de explotar con tan pingüe resultado, que con sus residuos había
de enriquecerse él; cuando miraba con incrédula sonrisa arrojar
pedruscos al fondo de la bahía; cuando, en fin, la aglomeración de estos
pedruscos aún no había llegado á la superficie, ni él advertido que se
trataba de improvisar un pueblo grande, bello y rico, el Muelle de las
Naos, ó como decía y sigue diciendo el vulgo, el Muelle Anaos, era una
región de la que se hablaba en el centro de Santander como de
Fernando Póo ó del Cabo de Hornos.
Confinado á un extremo de la población y sin objeto ya para las faenas
diarias del comercio, era el basurero, digámoslo así, del Muelle nuevo y
el cementerio de sus despojos.
Muchos de mis lectores se acordarán, como yo me acuerdo, de su negro
y desigual pavimento, de sus edificios que se reducían á cuatro ó cinco
fraguas mezquinas y algunas desvencijadas barracas que servían de
depósitos de alquitrán y brea; de sus montones de escombros, anclotes,
mástiles, maderas de todas especies y jarcia vieja; y, por último, de los
seres que respiraban constantemente su atmósfera pegajosa y denegrida
siempre con el humo de las carenas.
De nada de esto se habrán olvidado, porque el Muelle de las Naos,
efecto de su libérrimo gobierno, ha sido siempre, para los hijos de
Santander, el teatro de sus proezas infantiles. Allí se corría la cátedra;
allí se verificaban nuestros desafíos á trompada suelta; allí nos
familiarizábamos con los peligros de la mar; allí se desgarraban
nuestros vestidos; allí quedaba nuestra roñosa moneda, después de
jugarla al palmo ó á la rayuela; allí, en una palabra, nos entregábamos
de lleno á las exigencias de la edad, pues el bastón del polizonte nunca
pasó de la esquina de la Pescadería; y no sé, en verdad, si porque los
vigilantes juzgaban el territorio hecho una balsa de aceite, ó porque, á
fuer de prudentes, huían de él. Esta razón es la más probable; y no
porque
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