soplar un vientecillo del Nordeste apenas montamos el
cabo Quejo, que nos echó sobre Llanes cuando pensábamos alcanzar á
Portugalete. Allí se armó un zipizape del Noroeste con tal cerrazón y
tales celliscas, que al cuarto día amanecimos mar adentro y sin ver una
pizca de tierra. El capitán, según entonces nos confesó, nunca había
navegado más que por la costa de Vizcaya, ni conocía la altura en que
nos hallábamos, ni, lo que era peor, el modo de averiguarlo: así fué que,
encomendándonos á Dios, pusimos la popa al viento, trincamos el
timón, y á los siete días de tormenta nos colamos de noche en un
boquete que al capitán se le antojó Santoña; mas al preguntar, cuando
amaneció, al patrón de un patache que teníamos al costado, en dónde
nos hallábamos, supimos que en Castropol. Para abreviar, amigo mío: á
los diez y siete días de nuestra salida de Santander volvimos á fondear
en las Atarazanas, después de habernos equivocado en todos los puertos
de la costa, y sin poder tropezar con el que íbamos buscando. Á mi
familia, que en todo ese tiempo no tuvo noticias mías, figúrese usted
que entrañas se le habrían puesto: por lo que hace á mi padre, juró que
en su vida me volvería á separar de su lado, y así sucedió.--Ahora
comprenderá usted por qué abandoné la carrera.
Veinticinco años había cumplido cuando entré en una de las pocas
casas de comercio que había en Santander, con ánimo de instruirme en
el ramo para poder bandearme después por mi cuenta. ¡Qué vida
aquélla, cuan diferente de la de ustedes ... y qué placentera, sin
embargo! Y eso que no teníamos bailes de campo en el verano, ni
fondas en el Sardinero, ni trenes de recreo, como ahora. No hablemos
de los días de labor, porque en éstos se daba por muy contento el que
de nosotros sacaba permiso para ayudar una misa en Consolación ó
para cantar un responso con los Padres de San Francisco; pero llegaba
el domingo, ¡válgame Dios!, y ya no nos cabía en el pueblo tan pronto
como se acababa el Rosario de la Orden Tercera, durante el que (Dios
me lo perdone) nunca faltaba un ratoncito que soltar entre los devotos,
ó alguna divisa que poner en la coleta de algún currutaco. ¿Ve usted
esas casas primeras de la Cuesta del Hospital? Pues en su lugar había
un prado que cogía parte de la plaza de San Francisco. Allí jugábamos
al jito, y á la catona, hasta sudar la gota de medio adarme; también
jugábamos á las guerrillas y al rodrigón, juegos muy en uso entonces
que los había traído un salmista de Cervatos, emigrado por cierto pique
que tuvo con un prebendado de aquella Colegial. Otras veces nos
íbamos á echar cometas al Molino de Viento, ó á chichonar grilleras á
los prados de Viñas, según las estaciones del año, ó á saltar las huertas
de San José, que á todo hacíamos, como jóvenes que éramos.... Yo,
sobre todo, con este genio tan francote y acomodado que Dios me dió,
gozaba con todo mi corazón. Tenía dos amigos en la calle de San
Francisco que parecían nacidos para mí. El uno tocaba el pífano y el
otro el rabel, entrambos de afición; pero ¡qué tocar!... Yo también era
aficionadillo á la música, y punteaba en la guitarra un baile estirio y dos
minuetes. Pues, señor, nos poníamos los tres al anochecer de los
domingos del verano, después de nuestra partida de jito, á la puerta del
balcón, y dale que le das á los instrumentos, llegábamos á reunir en la
calle una romería. Personas de todas edades y condiciones, cuanta
gente volvía de pasear ó de la novena, se plantaba al pie del balcón
hasta que nosotros nos retirábamos.... Y vea usted, qué demonio: en
cuanto llegó á hacerse de moda en aquella calle la reunión del pueblo,
nos prohibió tocar el señor Corregidor. Yo no sé qué se corría entonces
por la ciudad sobre francmasonería. La guerra del francés había dejado
á las gentes muy recelosas y asombradizas, y la nota de afrancesado
todavía quitaba el sueño á más de cuatro españoles. Lo cierto es que
por entonces comenzaron á gastar los elegantes el pequé sobre el sortut,
y las madamitas la escofieta con sus airones de á media vara; también
se introdujeron en la mesa la sopa á la ubada, el principio de pulpitón y
el postre de compota, que de allí data el que ustedes usan...; en fin, que
las señas eran fatales; que se temía una logia á cada vuelta de esquina, y
que creímos muy natural la prohibición del señor Corregidor, que
temblaba, como él nos dijo, toda reunión que pasara de tres individuos.
III
--Pues, señor, volviendo al asunto, y
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