tengo inconveniente en decirlo: mis vigilias, mis anhelos, todos mis
afanes materiales han sido y aun son para mis hijos; pero lo demás....
¡Ah!; lo demás, incluso el traje, como usted está viendo, todo lo rindo
en honor de aquellos felices tiempos de mi juventud.
Dicho lo cual sin resollar y con visible emoción, don Pelegrín, como de
costumbre, disertó sobre la sencillez de las costumbres de sus tiempos,
afanándose por convencerme de que eran mucho más recomendables
que las nuestras, con la cual intención, asegurándome que la historia de
los hombres de entonces, socialmente considerados, era, plus minusve,
una misma en cada categoría, trazóme de la suya lo que ad pedem
literae voy á copiar:
--Á los diez y siete años--dijo--había terminado yo la escuela; sabía las
cuentas hasta la de cuartos-reales, y tenía una forma de letra que, como
decía mi maestro, se escapaba del papel. Á los diez y ocho entré con los
Padres Escolapios á estudiar latín; á los veintitrés era todo un filósofo
apto para emprender cualquier carrera literaria.
Mi señor padre (que Dios haya), fundándose en que ya había en la
familia un fraile, un guardia y un empleado en las Covachuelas de
Madrid, se empeñó en que yo fuese jurisconsulto, por lo cual había
escrito á Salamanca, un año antes de terminar yo la filosofía, en
demanda de hospedaje y de recua que me condujese, en retorno de una
de sus expediciones semestrales de garbanzos, juntamente con los otros
dos estudiantes que, según se murmuraba por el pueblo, debían marchar
también con igual destino que yo.... ¡Me parece que fué ayer cuando,
por primera vez en mi vida, salí á correr el mundo!...
En el mesón del Monje, que estaba al principio de la calle de San
Francisco, monté sobre un macho cargado de azúcar y campeche;
después de haber recibido la bendición de mi señor padre que me
contemplaba con sereno rostro, aunque con el alma acongojada por la
idea de separarse de mí. También estaban allí los padres de mis dos
compañeros de expedición, los amigos de todos ellos y los curiosos que
nos habían visto confesar el día antes; medio pueblo, amigo mío, nos
rodeaba en el mesón; medio pueblo que nos siguió hasta el Cristo de
Becedo, que estaba en el lugar que después ocupó el Peso público, y
últimamente esa gran casa que llaman también del Peso. Allí rezamos
un Credo, postrados todos de hinojos; eché algunos cuartos en el
cepillo del santuario, volví á montar sobre el macho, y con un «buen
viaje» de todos y una mirada de mi señor padre que hizo brotar las
lágrimas de mis ojos, partimos mis dos amigos y yo para Salamanca,
adonde llegamos sanos y salvos, después de mil divertidos episodios,
que tal vez le cuente en otra ocasión, á los diez y nueve días, ocho
horas y catorce minutos.
--¿Es posible--dije interrumpiendo á don Pelegrín--que sólo tres
estudiantes salieran de Santander en un año?
--Y era mucho salir--me contestó en tono enfático.--Repare usted que
estaba carilla la carrera de letrado. Solamente el arriero costaba al pie
de quince duros aunque era de su obligación mantenernos á su costa
durante el viaje; y la estancia anual en Salamanca no nos bajaba á cada
uno, con ropa limpia y derechos de Universidad, de mil quinientos á
dos mil reales.
--¡Cáspita!--exclamé yo muy serio, acordándome de lo que había
gastado en los tres días del último carnaval de mi vida de
estudiante.--¡Ahí era un grano de anís!... Pero no sabía yo, don Pelegrín,
que fuese usted abogado.
--Y no lo soy, ¡ca!...; porque verá usted lo que pasó. En las primeras
vacaciones que me dieron, y en recompensa de la buena censura que
obtuve del sinodal en el examen, me permitió mi señor padre que
hiciese un viaje de recreo adonde más me acomodase y por todo el
tiempo que me pareciese prudente. Entonces estaba muy de moda entre
los jóvenes pudientes de aquí, irse á San Juan de Luz y á Bilbao, con
motivo de unos célebres partidos de pelota que había á cada paso entre
vascongados y bayoneses. Yo elegí el último punto por la comodidad
con que entonces se hacía el viaje; pues había un paquete quincenal
entre aquel puerto y éste; un quechemarín que se ponía junto á la botica
del doctor Cuesta.... ¿Se admira usted? Es que entonces ni existía la
plaza de la Verdura, ni en su existencia se pensaba, porque llegaba la
marea muy cerca del Arco de la Reina. Pues, señor, tomé pasaje en el
quechemarín, cuyo capitán era conocido de mi padre; y en la confianza
de que tardaríamos día y medio en llegar, como era costumbre del
barco, según decían, y por eso se llamaba el Rápido, hicímonos á la
mar. Pero dió en
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