cuerpos de animales.
Dejó de ocuparse del puma para seguir mirando el bote de las limosnas.
Una idea digna de ser tenida en cuenta acababa de surgir en su
pensamiento en el mismo instante que le distrajo la presencia de la
fiera.
Él estaba vivo y tenía poco dinero; en cambio la difunta Correa estaba
muerta hacía años y no necesitaba comer ni le era forzoso ir á Chile
como él. Aquellas limosnas iban á quedar meses y meses debajo del
pedrusco, hasta que se le ocurriese venir al encargado de recogerlas.
¿No podían hacer un negocio honrado la difunta y él?...
Rosalindo no quiso aceptar ni por un instante la idea de apoderarse de
este dinero. Por ser de una muerta tenía un carácter sagrado, y además
representaba cierta cantidad de misas para la salvación eterna de la
madre y su criatura. Pero era posible una operación de crédito entre los
dos, que no resultaba completamente nueva.
Sabía por los arrieros y peatones de los Andes para lo que servían
muchas veces estas tumbas con su depósito de limosnas. Como
abundan las sepulturas en las diversas travesías de la Cordillera, los
viandantes faltos de recursos se llevan con toda reverencia el dinero
dedicado á los difuntos, pero dejando á éstos un recibo con la promesa
solemne de devolverles una cantidad mayor.
Ovejero pensó que él podía hacer lo mismo. La difunta Correa era una
buena mujer y aceptaría seguramente desde el fondo de su tumba de
piedras este préstamo. Él, por su parte, siempre había sido fiel á su
palabra y además empeñaba su firma. Lo que se llevase lo devolvería
quintuplicado, y la difunta iba á ganar como réditos de la operación un
gran número de misas.
Con la tranquilidad que comunica la pureza de la intención, fué
recogiendo toda la moneda depositada en el fondo del bote. La contó:
ocho pesos y cuarenta centavos. Luego buscó en su cinto un lápiz corto
y romo, arrancando también un pedazo de papel de un diario viejo de
Salta.
La redacción del documento fué empresa larga y difícil. En su niñez
había figurado entre los mejores alumnos de la escuela de su
pueblecillo, pero siempre consideró la ortografía como el más
horripilante de los tormentos de la juventud, á causa de la diferencia
entre letras mayúsculas y minúsculas.
En el borde blanco del periódico declaró que tomaba á préstamo de la
difunta Correa la expresada cantidad, comprometiéndose á devolvérsela
sobre la misma tumba en el plazo de un año; y para hacer más solemne
su compromiso, metió en cada palabra dos ó tres mayúsculas. Después
puso su firma: Rosalindo Ovejero, con las letras todo lo más grandes
que le permitió la escasez del papel.
Cuando se hubo guardado el dinero en el cinto, depositó su recibo en el
fondo del bote, colocando la piedra exactamente sobre él, para que en
ningún caso pudiera llevárselo el viento.
Nada le quedaba que hacer allí. Ahora que se veía con más dinero para
afrontar la existencia entre los hombres civilizados, deseaba salir
cuanto antes del desierto.
El puma se había ido aproximando con un gruñido hipócrita, como si
esperase verle de espaldas para caer sobre él. Rosalindo se inclinó,
enviándole otro peñascazo que le hizo huir por segunda vez de aquella
tumba que consideraba como su guarida.
Continuó el gaucho su marcha. Al día siguiente vió unos guanacos
salvajes que corrían por el límite del horizonte. La vida vegetal y
animal empezaba á reaparecer en el desierto. En los días siguientes los
guanacos salieron á su encuentro formando manadas y los matorrales
fueron más espesos y altos. La atmósfera resultaba más respirable; el
terreno iba en descenso.
A la semana siguiente el fugitivo de Salta encontró hombres y durmió
en viviendas que formaban míseros pueblos.
Siguió bajando, y al fin encontró el camino que se remonta á Bolivia y
que en dirección opuesta iba á conducirle á la costa del Pacífico.
III
Pasó cerca de un año trabajando en las explotaciones salitreras
establecidas por los chilenos en la costa del Pacífico. Vivió unas veces
cerca de Antofagasta, otras en Iquique y hasta en Arica, junto á la
frontera del Perú.
El trabajo no era extremadamente duro y se ganaban buenos jornales.
Europa necesitaba abono para sus campos, y especialmente en
Alemania los arenales del Brandeburgo se negaban á dar patatas y
remolachas si no recibían antes la nutrición del ázoe solidificado en las
llanuras chilenas.
Todos los pueblos vivían entonces en paz, y era preciso aumentar la
producción del suelo para que una humanidad exuberante en demasía
no se quedase sin comer. Llegaban vapores y veleros á los puertos del
Pacífico cargados de carbón, y partían semanas después llevando sus
bodegas repletas de salitre. Miles y miles de hombres trabajaban en el
arranque de esta
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