vagabundos andinos abrió una fosa en el suelo estéril
para enterrar á esta mujer, apellidada Correa, y á su niño, colocando
sobre los cadáveres un montón de piedras como rústico monumento.
Se extendió por todo el país la fama de la «difunta Correa». Eran
muchos los que habían muerto en los senderos de la altiplanicie
llamados «travesías», pero ninguno de los vagabundos fallecidos podía
inspirar el mismo interés novelesco que esta mujer.
La tumba de la difunta Correa fué en adelante el lugar de orientación
para los que pasaban de Salta á Chile. Todo viandante se consideró
obligado á rezar una oración por la difunta y á dejar una limosna
encima de su sepulcro. Uno de los solitarios del Despoblado se
instituyó á sí mismo administrador póstumo de la difunta, y cada seis
meses ó cada año hacía el viaje hasta la tumba para incautarse de las
limosnas, dedicándolas al pago de misas.
Este asunto era llevado con una probidad supersticiosa. El dinero de las
limosnas permanecía meses y meses sobre la tumba, sin que los
viajeros--en su mayor parte hombres de tremenda historia--osasen tocar
la más pequeña parte del depósito sagrado. Muy al contrario, todos
procuraban dar aunque sólo fuesen unos centavos, por creer que una
limosna á la difunta Correa era el medio más seguro de terminar el
viaje felizmente.
Rosalindo encontró al fin la tumba. Era un montón de piedras adosado
á otras piedras que parecían la base de un muro desaparecido. Dos
maderos negros y resquebrajados por el viento formaban una cruz, y al
pie de ella había una vasija de hojalata, un antiguo bote de carne en
conserva venido de Chicago á la América austral para acabar sirviendo
de cepillo de limosnas sobre la sepultura de una mujer.
Ovejero examinó su interior. Una piedra gruesa depositada en el fondo
del bote servía para mantenerlo fijo sobre la tumba y que no lo
arrebatase el viento. Al levantar la piedra, su mirada encontró el dinero
de las limosnas: unos cuantos billetes de á peso y varias piezas de
níquel. Tal vez había transcurrido un año sin que el administrador de la
muerta viniese á recoger las limosnas.
El gaucho conocía su deber, y se apresuró á cumplirlo. Con el sombrero
en la mano, rezó todas las oraciones que guardaba en su memoria desde
la niñez. «¡Pobre difunta Correa!...» Luego buscó en su cinto, á través
de diversos objetos, el pañuelo anudado en cuyo interior guardaba toda
su moneda.
Sacó á luz lo que poseía. Únicamente le quedaban tres pesos con
algunos centavos. Durante los primeros días del viaje había tenido que
pagar en algunos altos del camino, pues los habitantes de las chozas no
eran simples pastores, como los del desierto, y se ayudaban para vivir
dando posada á los arrieros. Le quedaba muy poco para hacer una
limosna espléndida.
Pensó también con inquietud en lo que le esperaba al otro lado del
desierto, cuando ya no estuviera solo y al encontrarse entre los
primeros hombres renacieran otra vez las exigencias y los gastos de la
vida social. Necesitaba dinero para continuar su viaje por tierra
civilizada, para subsistir antes de que encontrase trabajo, y la cantidad
que poseía no era suficiente.
Empezaba á olvidarse, abismado en estos cálculos, de la difunta y de
todo lo que le rodeaba, cuando un personaje inesperado le hizo volver á
la realidad con su inquietante aparición.
No estaba solo en el desierto. Vió al otro lado de la fila de piedras en
forma de muro un perro enorme que gruñía, con la piel dorada cubierta
de manchas de rojo obscuro. Vió también, al hacer un movimiento este
animal, que tenía cabeza de gato, con bigotes hirsutos y unos ojos
verdes que esparcían reflejos dorados.
Rosalindo conocía á esta bestia y no le inspiraba miedo. Era un puma
que parecía dudar entre la audacia y el temor, entre la acometividad y la
fuga. El hombre lo espantó con un alarido feroz, enviándole al mismo
tiempo un peñascazo que le alcanzó en una pata. La fiera huyó en el
primer momento, pero se detuvo á corta distancia. Aquel terreno lo
consideraba como suyo. Sin duda permanecía junto á la tumba todo el
año, por ser este el lugar más frecuentado en la soledad del desierto,
resultándole fácil el nutrirse con los despojos de las caravanas ó el
sorprender á un hombre ó á una bestia de carga en momentos de
descuido.
Al quedar lejos no quiso Rosalindo hostilizarle por segunda vez. Veía
en él á un guardián de la tumba. Hasta pensó supersticiosamente si este
felino de la altiplanicie, mezcla de león y de tigre, tendría algo del alma
de la difunta, pues en los cuentos del país había oído hablar muchas
veces de espíritus de personas que continúan su existencia dentro de
Continue reading on your phone by scaning this QR Code
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the
Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.