El préstamo de la difunta | Page 9

Vicente Blasco Ibáñez
tierra blanca contenedora de un excitante fertilizador.
Los brazos eran pagados con generosidad y el dinero corría
abundantemente.
Rosalindo celebró como una protección de la suerte el haber huído de
su país natal, librándose para siempre de su pobre y ruda profesión de
arriero. En pocas semanas ganó lo que al otro lado de los Andes le
hubiese costado un año de trabajo. Además, su existencia era mucho
más fácil y dulce en esta tierra de emigración.
Hombres de diversos países trabajaban en las salitreras, y casi todos
ellos vivían sin familia, pudiendo gastar alegremente sus considerables
jornales. De aquí que, en días de fiesta, los obreros de gustos
alcohólicos se entregasen á las más desordenadas fantasías en los cafés
y los despachos de licores. No sabían cómo acabar su dinero en esta
tierra de vida improvisada y escasas diversiones. Algunos disparaban
sus revólveres escogiendo como blanco las botellas alineadas en la
anaquelería detrás del mostrador. Era un lujo destrozar á tiros las
botellas de champaña traídas de Europa, pagándolas luego á unos
precios que hubiesen escandalizado á muchos ricos. Otros, para beber
un simple vaso de vino, hacían abrir la espita de un tonel, dejando que
chorrease en su vaso durante mucho tiempo lo mismo que una fuente,
perdiéndose enormes cantidades de líquido. Luego pagaban con orgullo,
delante de todos, para que se enterasen de su vanidad.
Con estas fantasías y otras menos confesables engañaban su tedio en
este país abundante en dinero pero de aspecto entristecedor. La riqueza
estaba en la profunda capa de salitre que cubría el suelo; pero esta tierra
blanca que servía para fertilizar los campos de Europa no toleraba aquí
ninguna vegetación. Una esterilidad valiosa pero triste rodeaba las
nuevas poblaciones. El mayor lujo de los ricos era tener en sus casas
unas cuantas macetas de flores. El agua para su riego había costado tan
cara como los vinos más célebres.
Las interminables recuas de mulas, al acarrear del interior á los puertos

las cargas de salitre, parecían acordarse melancólicamente de los
campos donde habían nacido, con árboles, hierbas y arroyos. En las
casas inmediatas á los caminos de esta tierra estéril, los dueños
evitaban pintar sus cercas de verde, pues los pobres animales,
engañados por el color, empezaban á roer los barrotes de madera,
tomándolos por vegetales surgidos del suelo.
Rosalindo acabó por adquirir el mismo aspecto de los obreros del país.
Ya no quedaba nada en él del gaucho salteño. Se había cortado las
melenas y transformado su traje. Además, siguió con atención, en los
diversos lugares de su trabajo, las predicaciones de algunos obreros
procedentes de Europa que hablaban contra las compañías salitreras,
incitando á los compañeros á la revuelta. Pero una huelga seguida de
incendios y saqueos fué sofocada inmediatamente por los soldados
chilenos con abundante empleo de ametralladoras, lo que devolvió la
prudencia á Rosalindo y á la mayoría de sus camaradas.
Cuando llevaba ocho meses trabajando, experimentó una gran alegría al
encontrarse con un hombre de su país que deseaba regresar á Salta.
La vida de este hombre en las salitreras había sido menos agradable y
fructuosa que la de Ovejero. Trabajó y ganó buenos jornales en los
primeros meses; pero era jugador, y todas sus ganancias se quedaron en
las llamadas casas «de remolienda». Al final, sus deudas y sus
continuas peleas le obligaban á abandonar el país.
Rosalindo, por ser un compatriota, atendió todas sus peticiones de
dinero. Él no era jugador. Su vicio dominante había sido siempre la
bebida, y aquí que ganaba mucho podía satisfacerlo con largueza, lo
mismo que un caballero.
Al saber que su compatriota iba á volver á Salta por la Puna de
Atacama, el gaucho, que era hombre de honor, incapaz de olvidar sus
compromisos, pensó en la antigua deuda, que le preocupaba con
frecuencia y hasta algunas noches le había quitado el sueño.
Mientras obsequiaba á su compatriota en un café de Antofagasta, le fué
explicando su asunto.

--Tú pasarás por donde la difunta Correa, ¿no es eso, hermano?... Pues
bien; cuando llegues á su sepultura, le dejas bajo la piedra estos treinta
pesos. Ella me dió ocho y unos centavos, pero hay que ser rumboso con
los que nos favorecen, y además la pobre tal vez está necesitada de
misas.
Pidió también á su camarada que retirase el recibo escrito en un pedazo
de periódico que había dejado en la tumba ó que fuese en busca del
encargado de recoger las limosnas para pedirle el tal documento. Los
asuntos de dinero deben llevarse con limpieza, sobre todo si hay
muertos de por medio. Cuando el camarada tuviese el recibo en su
poder, debía enviárselo por correo para su tranquilidad.... Y le entregó
unos cuantos pesos más por la molestia que le pudiese ocasionar el
encargo.
Transcurrieron varios meses. Rosalindo trabajaba
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