montañas colores
inauditos. Había cumbres verdes, pero de un verde metálico; otras eran
rojas ó anaranjadas.
En ciertas oquedades existía una capa blanca y profunda, semejante al
sedimento de un lago cuyas aguas acabasen de solidificarse. Estos lagos
secos eran de borato. Caminó después días enteros sin encontrar
ninguna vegetación. Únicamente en las quebradas secas crecían ciertos
cactos del tamaño de un hombre, rectos como columnas espinosas.
Estos cactos, vistos de lejos, daban la impresión de filas de soldados
que descendían por las laderas en orden abierto.
Rosalindo, en las primeras jornadas, encontró las chozas de algunos
solitarios del Despoblado. Eran pastores de cabras--el rebaño del
pobre--que realizaban el milagro de poder subsistir, ellos y sus
animales, sobre una tierra estéril. Más adelante ya no encontró ninguna
vivienda humana. La soledad absoluta, el silencio de las tierras muertas,
la profundidad misteriosa de la carencia de toda vida, se abrieron ante
sus pasos para cerrarse inmediatamente, absorbiéndolo.
Para darse nuevos ánimos recordaba lo que había oído algunas veces
sobre los primeros hombres blancos que atravesaron este desierto. Eran
españoles con arcabuces y caballos, guerreros de pesadas armaduras
que no sabían adonde les llevaban sus pasos é ignoraban igualmente si
la horrible Puna de Atacama tendría fin. Su jefe se llamaba Almagro y
había abandonado á Pizarro en el Perú para atravesar esta soledad
aterradora, descubriendo al otro lado del desierto la tierra que luego se
llamó Chile.
«¡Qué hombres, pucha!», pensaba Rosalindo.
Y se consideraba con mayores fuerzas para continuar el viaje. Él á lo
menos sabía con certeza adonde se dirigía, y encontraba todos los
detalles topográficos del terreno de acuerdo con los informes que le
había proporcionado su camarada y los solitarios establecidos en los
linderos del desierto.
Ninguno de éstos, al darle hospitalidad en su vivienda, le hizo
preguntas indiscretas. Adivinaban que huía por haberse «desgraciado»,
y como este infortunio le puede ocurrir á todo hombre que usa cuchillo,
se limitaron á darle explicaciones sobre el rumbo que debía seguir,
añadiendo algunos pedazos de carne de cabra seca, para que no muriese
de hambre en su audaz travesía.
Cuando hubo consumido todas sus vituallas, no por esto perdió el
ánimo. Mientras conservase una bolsa que llevaba pendiente de su
cinturón, no temía al hambre ni á la sed. En ella llevaba su provisión de
coca, alimento maravilloso para los indígenas, porque da la
insensibilidad de la parálisis y suspende el tormento de las necesidades,
esparciendo á la vez por todo el organismo un alegre vigor. Gracias á
este anestésico--considerado en el país como un manjar de origen
divino--podría vivir días y días, sin que el hambre ni la sed dificultasen
su viaje.
Buscaba al cerrar la noche el abrigo natural de las piedras ó de los
muros en ruinas que revelaban el emplazamiento de algún
establecimiento minero arrasado dos siglos antes. Sólo reanudaba su
marcha con la luz del sol, para ir guiándose por las señales que le
habían indicado, evitando el perderse en esta tierra monótona, sin
árboles, sin casas, sin ríos, que le pudiesen servir de punto de
orientación.
Lo que más le preocupaba era la posibilidad de que se levantase de
pronto uno de los terribles vientos glaciales que barren la Puna.
Mientras la atmósfera se mantuviese tranquila no se consideraba en
peligro de muerte. El frío huracán, en esta altiplanicie donde es
imposible encontrar refugio, resultaba tan temible como la nieve que
sepulta.
La rarefacción de la atmósfera representaba igualmente una fatiga
mortal para los que cruzaban por primera vez las altiplanicies andinas.
Pero Ovejero, habituado á respirar en las grandes alturas, estaba libre
del llamado «mal de la Puna». Tenía el corazón sólido de los
montañeses y su pecho dilatado le permitía respirar sin angustia en
unas tierras situadas á más de tres mil metros sobre el Océano.
Una mañana adivinó que había llegado al punto más culminante y
difícil de su camino. Dos ó tres jornadas más allá empezaría su
descenso hacia el Pacífico.
«Debo estar cerca de la difunta Correa», pensó.
Conocía de fama á la «difunta Correa», como todos los hijos de la tierra
de Salta.
Era una pobre mujer que se había lanzado á través del desierto á pie y
con una criatura en los brazos. Su deseo era llegar á Chile en busca de
un hombre: tal vez su marido, tal vez un amante que la había
abandonado. Los vientos glaciales de la Puna la envolvieron en lo más
alto de la planicie, y ella y su criatura, refugiadas en una oquedad del
suelo, murieron de frío y de hambre. Meses después la descubrieron
otros viandantes en el mismo estado que si acabase de morir, pues los
cadáveres se mantienen en las secas alturas de la Puna en una
conservación absoluta que parece desafiar á la muerte.
La piedad de los
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