fué de ayudante con algunos arrieros,
cuidando las mulas en los malos pasos para que no se despeñasen. En
estos viajes por las interminables soledades no temía á los hombres ni á
las bestias. Para el vagabundo predispuesto á convertirse en salteador,
tenía su cuchillo, y también para el puma, león de las altiplanicies
desiertas, no más grande que un mastín, pero que el hambre mantiene
en perpetua ferocidad, impulsándole á atacar al viajero. Lo único que le
infundía cierto pavor en esta naturaleza grandiosa y muda, á través de
la cual habían pasado y repasado sus ascendientes, eran los poderes
misteriosos y confusos que parecían moverse en la soledad.
Ovejero tenía un alma religiosa á su modo y propensa á las
supersticiones.
Creía en el Cristo de Salta, pero al lado de él seguía venerando á las
antiguas divinidades indígenas, como todos los montañeses del país. El
Señor del Milagro disponía indudablemente del poder que tienen los
hombres blancos, dominadores del mundo, pero no por esto la
Pacha-Mama dejaba de ser la reina de la Cordillera y de los valles
inmediatos, como muchos siglos antes de la llegada de los españoles.
La Pacha-Mama es una diosa benéfica que está en todas partes y lo
sabe todo, resultando inútil querer ocultarle palabras ni pensamientos.
Representa la madre tierra, y todo arriero que no es un desalmado, cada
vez que bebe, deja caer algunas gotas, para que la buena señora no
sufra sed. También cuando los hombres bien nacidos se entregan al
placer de mascar coca, empiezan siempre por abrir con el pie un
agujero en el suelo y entierran algunas hojas. La Pacha-Mama debe
comer, para que el hambre no la irrite, mostrándose vengativa con sus
hijos.
Rosalindo sabía que la diosa no vive sola. Tiene un marido que es
poderoso, pero con menos autoridad que ella: un dios semejante á los
reyes consortes en los países donde la mujer puede heredar la corona.
Este espíritu omnipotente se llama el Tata-Coquena, y es poseedor de
todas las riquezas ocultas en las entrañas del globo.
Muchos naturales del país se habían encontrado con los dos dioses
cuando llevaban sus arrias por los desfiladeros de los Andes; pero
siempre ocurría tal encuentro en días de tempestad, como si los dioses
sólo pudieran dejarse ver á la luz de los relámpagos y acompañados por
los truenos que ruedan con un estallido interminable de montaña en
montaña y de valle en valle.
La Pacha-Mama y el Tata-Coquena eran arrieros. ¿Qué otra cosa
podían ser, poseyendo tantas riquezas?... Los que les veían no
alcanzaban á contar todas las recuas de llamas, enormes como elefantes,
que marchaban detrás de ellos. Las «petacas» ó maletas de que iban
cargadas estas bestias gigantescas estaban repletas de coca, precioso
cargamento que emocionaba más á los arrieros de la Cordillera que si
fuese oro.
Los del país no conocían riqueza que pudiera compararse con estas
hojas secas y refrescantes, de las que se extrae la cocaína y que
suprimen el hambre y la sed.
El padre de Rosalindo se había encontrado algunas veces con la
Pacha-Mama en tardes de tempestad, describiendo á su hijo cómo eran
la diosa y su consorte, así como el lucido y majestuoso aspecto de sus
recuas. Pero siempre le ocurría este encuentro después de un largo alto
en el camino, en unión de otros arrieros, que había sido celebrado con
fraternales libaciones.
Al emprender su marcha por el Despoblado, pensó Rosalindo al mismo
tiempo en el Cristo de Salta y en la Pacha-Mama. Las dos sangres que
existían en él le daban cierto derecho á solicitar el amparo de ambas
divinidades. Entre sus antecesores había un tendero español de Salta, y
el resto de la familia guardaba los rasgos étnicos de los primitivos
indios calchaquies. Si le abandonaba uno de los dioses, el otro, por
rivalidad, le protegería.
Después de esto se lanzó valerosamente á través del Despoblado.
Los más horrendos paisajes de la Cordillera conocidos por él resultaban
lugares deliciosos comparados con esta altiplanicie. La tierra sólo
ofrecía una vegetación raquítica y espinosa al abrigo de las piedras. A
veces encontraba montones de escorias metálicas y ruinas de
pueblecitos y capillas, sin que ningún ser humano habitase en su
proximidad. Eran los restos de establecimientos mineros creados por
los conquistadores españoles cuando se extendieron por estos yermos
en busca de metales preciosos. Los indios calchaquies se habían
sublevado en otro tiempo, matando á los mineros, destruyendo sus
pueblos y cegando los filones auríferos, de tal modo, que era imposible
volver á encontrarlos.
El paisaje se hacía cada vez más desolado y aterrador. Sobre esta
altiplanicie, donde caía la nieve en ciertos meses, sepultando á los
viajeros, no había ahora el menor rastro de humedad. Todo era seco,
árido y hostil. Las riquezas minerales daban á las
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