crispar los
nervios de Rosalindo, agriándole la bebida que llevaba en el cuerpo. Su
amigo experimentó una sensación igual de desagrado, y los dos dieron
forma á su malestar, hasta convertirlo en un odio implacable contra los
gauchos del Chaco. ¿Qué venían á hacer en Salta, donde no habían
nacido?... ¿Por qué se atrevían á bailar con las mujeres del país?...
Los dos sabían bien que estas mujeres bailaban con todo el mundo, y
que las más de ellas no eran de la tierra. Pero su acometividad
necesitaba un pretexto, fuese el que fuese, y al poco rato, sin darse
cuenta de cómo empezó la cuestión, se vieron con el cuchillo en la
mano frente á los gauchos del Chaco, que también habían desnudado su
facones.
Hubo un herido; chillaron las mujeres; el hombre del arpa salió
corriendo llevando á cuestas su instrumento, que gimió de dolor al
chocar con las rejas salientes de la calle; acudieron los vecinos, y
llegaron al fin los policías, que rondaban esta noche más que en el resto
del año, conociendo por experiencia los efectos de la aglomeración en
la fiesta del Señor del Milagro.
Rosalindo se vió con su amigo en las afueras de la ciudad, al perder la
excitación en que le habían puesto su cólera y la bebida.
--Creo que lo has matado, hermano--dijo el compañero.
Y como era hombre de experiencia en estos asuntos, le aconsejó que se
marchase á Chile si no quería pasar varios años alojado gratuitamente
en la penitenciaría de Salta.
Todas las mujeres de la «casa alegre», así como los gauchos, habían
visto perfectamente cómo daba Rosalindo la cuchillada al herido.
Además, su arma había quedado abandonada en el lugar de la pelea.
El camino para huir no era fácil. Tendría que atravesar la Quebrada del
Diablo, siguiendo después un sendero abrupto á través de los Andes,
hasta llegar al puerto del Pacífico llamado El Paposo. Muchos chilenos,
huyendo de la justicia de su país, hacían este viaje, y bien podía él
imitarlos por idéntico motivo, siguiendo la misma travesía, pero en
sentido inverso.
Rosalindo intentó ir á la mísera posada donde había dejado su caballo,
pero cuando estaba cerca de ella tuvo que retroceder, avisado por el fiel
camarada. La policía, más lista que ellos, estaba ya registrando los
objetos de la pertenencia de Ovejero, entreteniendo así su espera hasta
que se presentase el culpable.
--Hay que huir, hermano--volvió á aconsejar el amigo.
Juzgaba peligrosa, después de esto, la ruta más corta que conduce á la
provincia de Copiapó en la vecina República de Chile. Era camino muy
frecuentado por los arrieros, y la policía podía darle alcance. Ya que no
tenía montura, lo acertado era tomar el camino más duro y abundante
en peligros, pero que sólo frecuentan los de á pie. Como su ausencia iba
á ser larga y le era preciso ganarse el pan, resultaba preferible esta ruta,
pues al término de ella encontraría las famosas salitreras chilenas,
donde siempre hay falta de hombres para el trabajo, y á veces se pagan
jornales inauditos.
Rosalindo conocía de fama este camino, llamado del Despoblado.
Detrás del tal Despoblado se encontraba algo peor: la terrible Puna de
Atacama, un desierto de inmensa desolación, donde morían los
hombres y las bestias, unas veces de sed, otras de frío, y en algunas
ocasiones caían abrumadas por el viento.
Ovejero se guardó las espuelas en el cinto, renunciando á su dignidad
de jinete para convertirse en peatón.
--Si tienes suerte--continuó el camarada--, tal vez en veinte días ó en un
mes llegues al puerto de Cobija ó á las salitreras de Antofagasta. Hay
arrieros que han hecho el camino en ese tiempo.
Y con la ternura que inspira el amigo en pleno infortunio, le dió su
cuchillo y toda la pequeña moneda que pudo encontrar en los diferentes
escondrijos de su traje.
--Tomá, hermano; lo mismo harías tú por mi si yo me hubiese
«desgraciado». ¡Que el Señor del Milagro te acompañe!
Y Rosalindo Ovejero volvió la espalda á la ciudad de Salta, tomando el
camino del Despoblado.
II
Lo conocía sin haber pasado nunca por él, como conocía todos los
caminos y senderos de los Andes, donde hombres y cuadrúpedos son
menos que hormigas, trepando lentamente por las arrugas y las aristas
de unas montañas tan altas que impiden ver el cielo.
Su padre se había dedicado al arrieraje, y todos sus antecesores
vivieron del ejercicio de la misma profesión. Llevaban productos del
país á los puertos del Pacífico, para traer en sus viajes de vuelta objetos
de procedencia europea, pues Buenos Aires y los demás puertos
argentinos están muy lejos. En su casa, Rosalindo sólo había oído
hablar de peligrosos viajes á través de los Andes y de la altiplanicie
desolada de Atacama.
Después, en su adolescencia,
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