á causa de sus faldas de colores chillones, verde, rosa ó
escarlata.
Las cofradías de la ciudad eran las que escoltaban al Cristo milagroso.
Las señoritas de Salta iban de dos en dos, siguiendo las banderas y
estandartes llevados por unos frailes ascéticos que parecían escapados
de un cuadro de Zurbarán. Todas estas jóvenes aprovechaban la fiesta
para estrenar sus trajes primaverales, blancos, rosa, de suave azul, ó de
color de fresa. Cubrían sus peinados con enormes sombreros de altivas
plumas; en una mano llevaban una vela rizada y sin encender, envuelta
en un pañuelo de encajes, y con la otra se recogían y ceñían al cuerpo la
falda, marcando al andar sus secretas amenidades.
Esta devoción primaveral no tenía un rostro compungido. Las señoritas
alzaban la cabeza para recibir los saludos de la gente de los balcones, ó
acogían con ligera sonrisa las ojeadas de los jóvenes agrupados en las
esquinas. La emoción religiosa sólo era visible en la muchedumbre
rústica que ocupaba las aceras, gentes de tez cobriza, ademanes
humildes y voces cantoras y dulzonas. Las mujeres iban cubiertas con
un largo manto negro, igual al de las chilenas; los hombres con un
poncho amarillento y ancho sombrero, duro y rígido como si fuese un
casco. Todos se conmovían, hasta llorar, viendo entre las nubes de
incienso de los sacerdotes y las bayonetas de los soldados al Cristo
prodigioso clavado en la cruz, sin más vestido que un hueco faldellín
de terciopelo.
Detrás de la imagen arcaica desfilaba lo más interesante de la procesión:
el ejército doliente de los que deseaban hacer pública su gratitud al
Señor del Milagro por los favores recibidos. Eran «chinitas» de juvenil
esbeltez y frescura jugosa, con una vela en la diestra y un manto negro
sobre la falda hueca de color vistoso y amplios volantes. Por debajo de
las rizadas enaguas aparecían sus pies desnudos, pues habían hecho
promesa al Cristo de seguirle descalzas durante la procesión. Pasaban
también ancianas apergaminadas y rugosas--como debía ser la «Viuda
del farolito»--, que lanzaban suspiros y lágrimas contemplando el dorso
del milagroso Señor. Y revueltos con las mujeres desfilaban los
gauchos de cabeza trágica, barbudos, melenudos, curtidos por el sol y
las nieves, con el poncho deshilachado y las botas rotas. Muchas de
estas botas parecían bostezar, mostrando por la boca abierta de sus
puntas los dedos de los pies, completamente libres.
Ni uno solo de estos jinetes de perfil aguileño, andrajosos, fieros y
corteses, dejaba de llevar con orgullo grandes espuelas. Antes morirían
de hambre que abandonar su dignidad de hombres á caballo.
Todos atendían á las pequeñas llamas que palpitaban sobre sus puños
cerrados, cuidando de que no se apagasen. Algunos llevaban hasta
cuatro velas encendidas entre los dedos de cada mano, cumpliendo así
los encargos de los devotos ausentes. Rosalindo figuraba entre ellos, y
un amigo que iba á su lado era portador de los seis cirios restantes. Los
dos, por ser jóvenes, procuraban marchar entre las devotas de mejor
aspecto.
Ovejero no había dudado un momento en cumplir fielmente los
encargos recibidos. Con la imagen milagrosa no valían trampas.
Únicamente se permitió comprar los cirios más pequeños que los
deseaban sus convecinos, reservándose la diferencia del precio para lo
que vendría después de la procesión.
Los entusiastas del Cristo que no habían podido comprar una vela
necesitaban hacer algo en honor de la imagen, y metían un hombro
debajo de sus andas para ayudar á los portadores. Pero eran tantos los
que se aglomeraban para este esfuerzo superfluo y tan desordenados
sus movimientos, que el Señor del Milagro se balanceaba, con peligro
de venirse al suelo, y la policía creía necesario intervenir, ahuyentando
á palos á los devotos excesivos.
Cuando terminó la procesión, Rosalindo apagó los catorce cirios,
calculando lo que podrían darle por los cabos. Luego, en compañía de
su amigo, se dedicó á correr las diferentes casas «de alegría» existentes
en la ciudad.
En todas ellas se bailaba la zamacueca, llamada en el país la chilenita.
Cerca de media noche, sudorosos de tanto bailar y de las numerosas
copas de aguardiente de caña--fabricado en los ingenios de
Tucumán--que llevaban bebidas, entraron en una casa de la misma
especie, donde al son de un arpa bailaban varias mujeres con unos
jinetes de estatura casi gigantesca. Eran gauchos venidos del Chaco
conduciendo rebaños; hombretones de perfil aguileño y maneras nobles,
que recordaban por su aspecto á los jinetes árabes de las leyendas.
El arpa iba desgranando sus sonidos cristalinos, semejantes á los de una
caja de música, y los gauchos saltaban acompañados por el retintín de
sus espuelas, persiguiendo á las mestizas de bata flotante que
balanceaban cadenciosamente el talle agitando en su diestra el pañuelo,
sin el cual es imposible bailar la chilenita.
Los punteados románticos del arpa tuvieron la virtud de
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