El préstamo de la difunta | Page 2

Vicente Blasco Ibáñez
muy amiga de tu
pobre mama.
Después iban llegando los varones: pobres arrieros, curtidos por los
vientos glaciales de la Cordillera que derriban á las mulas. Algunos,
durante las grandes nevadas, habían quedado aislados meses enteros en
una caverna--lo mismo que los náufragos que se refugian en una isla
desierta--, teniendo que esperar la vuelta del buen tiempo, mientras á su
lado morían los compañeros de hambre y de frío.
--Tomá, Rosalindo, para que me lleves un cirio detrás del Señor. El y
yo sabemos lo mucho que le debo.
Todos mostraban una fe inmensa en este Cristo que había llegado al
país poco después de los primeros conquistadores españoles, á través de
las soledades del Pacífico, en un cajón flotante, sin vela ni remo, el cual
fué á detenerse en un puerto del Perú. La imagen había escogido á Salta
como punto de residencia, y desde entonces llevaba realizados miles y
miles de milagros. Pero las gentes sencillas de la Cordillera no
aceptaban que esta divinidad omnipotente traída por los blancos
pudiese vivir sola, y su imaginación había creado otras divinidades
secundarias. Respetaban mucho al Cristo de Salta, pero les inspiraba
más miedo la «Viuda del farolito», una bruja que se aparecía de noche

con un farol en una mano á los arrieros perdidos en los caminos. El que
la encontraba debía hacer inmediatamente sus preparativos para irse al
otro mundo, pues seguramente ocurriría su muerte antes de que se
cumpliese un año.
Rosalindo Ovejero contó los encargos antes de salir de su casa. Eran
catorce cirios los que debía llevar en la procesión, y él sólo se creía
capaz de sostener ocho, cuatro en cada mano, metidos entre los dedos.
Luego pensó que siempre encontraría en los despachos de bebidas de
Salta algún «amigazo» de buena voluntad que quisiera encargarse de
los restantes, y emprendió el camino montado en un jaco que por el
momento era toda su fortuna.
Para representar dignamente á los convecinos pidió prestadas unas
grandes espuelas que, según tradición, habían pertenecido á cierto
gaucho salteño de los que á las órdenes de Güemes combatieron contra
los españoles por la independencia del país. Se puso el menos viejo de
sus ponchos, de color de mostaza, y un sombrero enorme, por debajo de
cuyos bordes se escapaba una melena lacia é intensamente negra,
uniéndose á sus barbas de Nazareno. La silla de montar tenía á ambos
lados unas alas fuertes de correa, llamadas «guardamontes», para librar
las piernas del jinete de los arañazos y golpes de los matorrales. De
lejos, estas alas hacían del pobre jaco una caricatura del caballo de las
Musas.
Los dos orgullos del joven salteño eran su cabalgadura y su nombre. El
nombre lo debía á una mestiza sentimental que había estudiado para
maestra en la ciudad, llevando al pueblecito de los Andes el producto
de sus desordenadas lecturas. Quiso crear una generación con arreglo á
sus ideales poéticos, y á él le puso Rosalindo, á un hermano suyo que
había muerto lo bautizó Idílio, y á una hermana que estaba ahora en
Bolivia aconsejó que la llamasen Zobeida, como la esposa del sultán de
Las mil y una noches.
Rosalindo llegó á Salta el mismo día de la procesión. Era en
Septiembre, cuando empieza la primavera en el hemisferio austral, y las
calles estaban impregnadas del perfume de flores que exhalaban sus
viejos jardines. Volteaban las campanas en las torres de iglesias y

conventos, esbeltas construcciones de gran audacia en un país donde
son frecuentes los temblores del suelo. Un regimiento de artillería de
montaña acantonado en Salta por el gobierno de Buenos Aires iba á dar
escolta al Señor del Milagro. Los frailes de los diversos monasterios
circulaban por las calles, de aspecto colonial, y por la antigua Plaza de
Armas, rodeada de soportales lo mismo que una vieja plaza de España.
Sobre algunas puertas quedaba aún el escudo de piedra, revelador del
orgullo nobiliario de los que construyeron el caserón en la época que
aún no había nacido la República Argentina y el país era gobernado por
los representantes de la monarquía española.
Se presentó Ovejero puntualmente en la iglesia á la hora de la
procesión. Desfilaron primeramente las diversas imágenes de los
pueblos con su acompañamiento de devotos. Habían venido éstos de
muchas leguas de distancia, bajando las montañas como rosarios de
hormigas multicolores. Los hombres, al abandonar su caballo con alas
de cuero y lazo formando rollo á un lado de la silla, marchaban con una
torpeza de centauro, haciendo resonar á cada paso sus enormes espuelas.
Con el sombrero sostenido por ambas manos y la cabeza inclinada,
precedían humildemente á sus imágenes. Confundidos entre ellos
pasaban sus chicuelos envueltos en ponchos rayados de rojo y negro, y
sus mujeres, gordas y lustrosas mestizas, que parecían vestidas de
máscaras
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