El Diablo
Cojuelo elogiaron esta novela fray Diego Niseno, padre basilio, y fray
Juan Ponce de León, de la orden de los Mínimos. En sentir del primero,
la obrita contiene «muchas cosas de mucha moralidad y enseñança,
escritas con la sazón y variedad que de tal ingenio se podían esperar.
Merece--añadió--la licencia que pide, porque este linage de escritos es
difícil de enquadernar con lo honesto y recatado de nuestras christianas
leyes, y Luis Vélez ha sido en éste gloriosa excepción desta vniuersal
dolencia.» Más extremado es el parecer del segundo, que encarece el
sazonado gusto de Vélez, «por auer puesto la naturaleza en su ingenio
la elegancia del estilo, la suabidad del dezir, la aduertencia en el
colocar, la atenta circunspección en las palabras, y todo con tal modo,
que dexa suspensa la razón sobre a qual de estas partes se deba con más
justificación la primacia: en todo este discurso se corre la cortina a los
conocidos engaños deste mundo, de modo que, para penetrarlos con
sutileza, no necesita nuestra Nación de salir de sus estendidos límites,
pues dentro de sí cría sugetos que, aun en sueños y burlas, la dexan
superiormente ilustrada». Diametralmente opuesta a estas opiniones fué
la de Francisco Santos, pues dijo en El Arca de Noé y Campana de
Belilla[26]: «Tocó la Campana y desaparecieron todos los Autores de
viejo, siguiéndolos vno que avia venido tarde, y también llevava vn
libro en las manos, que preguntando a Noe quién era, me dixo: el libro
se intitula el Diablo Cojuelo, Aventuras de Don Cleofas Leandro Perez
Zambullo, digno de que le consumiera vn Polvorista: está sin
enseñança buena, ni moralidad, y esto, sobre acabar como la nieve....»
«Ni tanto, ni tan poco», podría haberse dicho a los tres censores, porque,
en realidad de verdad, la novelita de Vélez de Guevara, que se muestra
en ella como un buen discípulo de Quevedo, de cuyas obras cómicas y
satíricas tiene reminiscencias muy frecuentes, sin ser una maravilla, es
de agradable lectura, y más lo fuera sin la pesada y adulatoria
enumeración de todo aquel inacabable señorío que el autor, en el tranco
VIII, hace pasar por el espejo de Rufina María, dispuesto ad hoc por el
redomado desenredomado.
En la visión, que pudiéramos llamar cinematográfica, de los diez
trancos o capítulos en que está dividido El Diablo Cojuelo, cada uno
sabe a cosa diferente de los demás: son cuadros distintos e
independientes entre sí, que no tienen de común sino la intervención, o
la presencia cuando menos, de los dos héroes de la novela. El tranco II,
verbigracia, en que entrambos, desde el capitel de la torre de San
Salvador, descubierta «la carne del pastelón de Madrid», otean después
de la media noche cuanto sucede en la coronada villa, trae a la memoria,
por la traza y manera, como indiqué en las notas de mi edición crítica
del Quijote[27], aquella inspección que desde la torre de la Giralda de
Sevilla, y acompañado asimismo de un cicerone, el maestro Desengaño,
había hecho Rodrigo Fernández de Ribera, autor de Los Antoios de
meior vista[28]. El desaforado poeta del tranco IV es pariente
propincuo de otros dos muy conocidos en nuestra literatura: el del
Coloquio de los Perros, de Cervantes, y el de la Vida del Buscón, de
Quevedo. A hacer entretenida y agradable la lectura de El Diablo
Cojuelo contribuyen con lo ingenioso de la invención la interesante
variedad de las escenas, la soltura y viveza del diálogo, y,
especialmente, el chispeante gracejo de Vélez de Guevara. En cambio,
la elocución suele ser descuidadilla, entre otras cosas, por la excesiva
abundancia de gerundios.
Del Diablo Cojuelo, entremetido espíritu infernal que da nombre y ser a
la novela, trató el señor Bonilla en una breve nota. Mucho más merecía
el que «trujo al mundo la zarabanda, el déligo y la chacona», y yo he de
volver hoy por su negra honrilla, recordando la mucha familiaridad que
nosotros los españoles hemos tenido con él. Háyase de llamar Renfas, o
Asmodeo, o de otro cualquier modo, es lo cierto que este travieso
diablillo, con parecer de menor cuantía y ser cojo por añadidura, tomó
entre nosotros tal importancia, que nada malo se pudo hacer sin él. «El
Diablillo Cojo sabe más que el otro», enseñó el refrán, y cuando en el
calor de la ira se dijo a alguno que le llevase el diablo, no faltó quien,
rectificando festivamente, respondiera: «El Diablo Cojuelo, que es más
ligero». En las fórmulas supersticiosas llevábanle y traíanle como un
zarandillo nuestras hechiceras de los siglos XVI y XVII, para que les
llevase y trajese sus galanes y paniaguados, y le daban prisa, y le
adulaban celebrando su ligereza. Véanse algunos ejemplos. Doña
Antonia Mexía declaró, entre otras cosas, en un proceso que se le
siguió por los
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