vez tocaba en la insolencia �� en la crueldad, ni se ensa?aba en da?o del pr��jimo. Sus burlas eran ben��volas y urbanas, y ten��an �� menudo cierto barniz de dulce melancol��a.
El rasgo predominante en el car��cter de D. Fadrique no se puede negar que implicaba una mala condici��n: la falta de respeto. Como ve��a lo rid��culo y lo c��mico en todo, resultaba que nada �� casi nada respetaba, sin poderlo remediar. Sus maestros y superiores se lamentaron mucho de esto.
Don Fadrique era ��gil y fuerte, y nada ni nadie le inspir�� jam��s temor, m��s que su padre, �� quien quiso entra?ablemente. No por eso dejaba de conocer y aun de decir en confianza, cuando recordaba �� su padre, despu��s de muerto, que, si bien hab��a sido un cumplido caballero, honrado, pundonoroso, buen marido y lleno de caridad para con los pobres, hab��a sido tambi��n un v��ndalo.
En comprobaci��n de este aserto contaba D. Fadrique varias an��cdotas, entre las cuales ninguna le gustaba tanto como la del bolero.
D. Fadrique bailaba muy bien este baile cuando era ni?o, y D. Diego, que as�� se llamaba su padre, se complac��a en que su hijo luciese su habilidad cuando le llevaba de visitas �� las recib��a con ��l en su casa.
Un d��a llev�� D. Diego �� su hijo D. Fadrique �� la peque?a ciudad, que dista dos leguas de Villabermeja, cuyo nombre no he querido nunca decir, y donde he puesto la escena de mi Pepita Jim��nez. Para la mejor inteligencia de todo, y �� fin de evitar per��frasis, pido al lector que siempre que en adelante hable yo de la ciudad entienda que hablo de la peque?a ciudad ya mencionada.
Don Diego, como queda dicho, llev�� �� D. Fadrique �� la ciudad. Ten��a D. Fadrique trece a?os, pero estaba muy espigado. Como iba de visitas de ceremonia, luc��a casaca y chupa de damasco encarnado con botones de acero bru?ido, zapatos de hebilla y medias de seda blanca, de suerte que parec��a un sol.
La ropa de viaje de D. Fadrique, que estaba muy tra��da y con algunas manchas y desgarrones, se qued�� en la posada, donde dejaron los caballos. D. Diego quiso que su hijo le acompa?ase en todo su esplendor. El muchacho iba content��simo de verse tan guapo y con traje tan se?oril y lujoso. Pero la misma idea de la elegancia aristocr��tica del traje le infundi�� un sentimiento algo exagerado del decoro y compostura que deb��a tener quien le llevaba puesto.
Por desgracia, en la primera visita que hizo Don Diego �� una hidalga viuda, que ten��a dos hijas doncellas, se habl�� del ni?o Fadrique y de lo crecido que estaba, y del talento que ten��a para bailar el bolero.
--Ahora --dijo D. Diego,-- baila el chico peor que el a?o pasado, porque est�� en la edad del pavo; edad insufrible, entre la palmeta y el barbero. Ya Vds. sabr��n que en esa edad se ponen los chicos muy empalagosos, porque empiezan �� presumir de hombres y no lo son. Sin embargo, ya que Vds. se empe?an, el chico lucir�� su habilidad.
Las se?oras, que hab��an mostrado deseos de ver �� D. Fadrique bailar, repitieron sus instancias, y una de las doncellas tom�� una guitarra y se puso �� tocar para que D. Fadrique bailase.
--Baila, Fadrique, --dijo D. Diego, no bien empez�� la m��sica.
Repugnancia invencible al baile, en aquella ocasi��n se apoder�� de su alma. Ve��a una contrariedad monstruosa, algo de lo que llaman ahora una antinomia, entre el bolero y la casaca. Es de advertir que en aquel d��a D. Fadrique llevaba casaca por primera vez: estrenaba la prenda, si puede calificarse de estreno el aprovechamiento del arreglo �� refundici��n de un vestido, usado primero por el padre y despu��s por el mayorazgo, �� quien se le hab��a quedado estrecho y corto.
--Baila, Fadrique, --repiti�� D. Diego, bastante amostazado.
Don Diego, cuyo traje de campo y camino, al uso de la tierra, estaba en muy buen estado, no se hab��a puesto casaca como su hijo. D. Diego iba todo de estezado, con botas y espuelas, y en la mano llevaba el l��tigo con que castigaba al caballo y �� los podencos de una jaur��a numerosa que ten��a para cazar.
--Baila, Fadrique, --exclam�� D. Diego por tercera vez, not��ndose ya en su voz cierta alteraci��n, causada por la c��lera y la sorpresa.
Era tan elevado el concepto que ten��a D. Diego de la autoridad paterna, que se maravillaba de aquella rebeld��a.
--D��jele V., se?or de Mendoza --dijo la hidalga viuda.-- El ni?o est�� cansado del camino y no quiere bailar.
--Ha de bailar ahora.
--D��jele V.; otra vez le veremos, --dijo la que tocaba la guitarra.
--Ha de bailar ahora --repiti�� D. Diego.-- Baila, Fadrique.
--Yo no bailo con casaca, --respondi�� ��ste al cabo.
Aqu�� fu�� Troya. D. Diego prescindi�� de las se?oras y de todo.
--?Rebelde! ?mal hijo! --grit��:-- te enviar�� �� los Toribios: baila �� te
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