El Arroyo | Page 3

Elíseo Reclus
para la guerra haci��ndoles inclinar la cabeza hacia adelante �� hacia atr��s por medio de s��lidos instrumentos de madera y vendajes apropiados; lo mismo que esta tribu existen pedagogos que se consagran �� la obra funesta de fabricar cabezas de funcionario y otros cargos, lo cual consiguen, desgraciadamente, con harta frecuencia. Pero pasan los diez meses de cadena, los diez largos meses de estudios, y llegan los d��as felices de vacaciones: la juventud adquiere su libertad; vuelve al campo, ve nuevamente los ��lamos del prado, los ��rboles del bosque, y la fuente sobre cuyas aguas flotan ya las primeras hojas amarillas que el oto?o marchita; llenan sus pulmones con el aire puro de la campi?a, renuevan su sangre, fortalecen un cuerpo y todos los aburrimientos de la escuela ser��n insuficientes para hacer que desaparezcan del cerebro los recuerdos de la naturaleza libre. Que el colegial salido de la c��rcel, esc��ptico y extenuado, se aficione �� seguir el tortuoso sendero que bordea al arroyo, que contemple los remolinos de las aguas, que separe las hojas �� levante las piedras para ver salir el agua de los peque?os manantiales, y este ejercicio le har�� muy pronto sencillo de coraz��n, jovial y c��ndido.
Y lo mismo que sucede �� los j��venes sucede �� los pueblos en su adolescencia. A miles, los sacerdotes y directores de las naciones, p��rfidos �� llenos de buenas intenciones, se han armado del l��tigo y la mordaza, �� bien, con mayor habilidad se han limitado �� hacer repetir en todos los siglos las ideas de obediencia con objeto de matar las voluntades y envilecer los esp��ritus; pero, afortunadamente, todos esos pastores que han querido esclavizar al hombre por el terror, la ignorancia �� la aplastante rutina, no han conseguido crear un mundo �� su imagen, no han podido hacer de la naturaleza un gran jard��n de olorosos naranjos, con ��rboles retorcidos en forma de monstruos y de enanos, con valles cortados como figuras geom��tricas y rocas talladas �� la ��ltima moda. La tierra, por la magnificencia de sus horizontes, las frescuras de sus bosques y la pureza de sus fuentes, ha sido y contin��a siendo la gran educadora y no ha cesado de llamar �� las naciones �� la armon��a y �� la conquista de la libertad. Tal monte cuyas nieves y hielos aparecen en pleno cielo por encima de las nubes, tal bosque en el que el viento ruge, �� tal riachuelo que corre susurrante por prados y valles, han hecho con frecuencia mucho m��s que formidables ej��rcitos por la libertad de un pueblo. As�� lo sintieron los antiguos vascos, nobles descendientes de los ��beros, nuestros abuelos: por el anhelo de libertad y altiva valent��a, constru��an sus residencias al borde de las fuentes, �� la sombra de los grandes ��rboles, y m��s a��n que su fiereza, el amor �� la naturaleza asegur�� durante siglos su independencia.
Nuestros otros antepasados, los arios de Asia, adoraban las aguas corrientes, y desde el origen de las edades hist��ricas, fueron objeto de un culto verdadero. Viv��an en la salida de los hermosos valles que descend��an de Palmira, el ?techo del mundo?, sab��an utilizar todos los torrentes de agua clara dividi��ndolos en numerosos canales, transformando as�� en f��rtiles huertas sus ��ridas tierras, y si invocaban �� las fuentes, si las ofrec��an sacrificios, no era s��lo porque el agua fertilizaba sus campos y hac��a crecer sus ��rboles y calmaba la sed de ellos y sus ganados, sino tambi��n, seg��n dec��an, porque el agua purifica �� los hombres, equilibra las pasiones y calma los ?deseos desmedidos?. El agua era quien les evitaba los odios y furias insensatos de sus vecinos, los semitas del desierto, y ella era quien les hab��a salvado de la vida errante fecundando sus campos y alimentando sus cultivos; �� ella deb��an el haber podido fijar la primera piedra del hogar, y luego, la poblaci��n y la ciudad, ensanchando as�� el c��rculo de sus sentimientos y sus ideas. Sus hijos, los helenos, comprendieron la importancia del agua y su influencia decisiva en el origen de las sociedades, seg��n m��s tarde demostraron construyendo un templo y levantando la estatua de un dios al borde de cada una de sus fuentes.
Hasta entre nosotros, ��ltimos descendientes de los arios, subsiste en algunos puntos un resto de la antigua adoraci��n �� las fuentes. Despu��s de la muerte de los antiguos dioses y la destrucci��n de sus templos, los pueblos cristianos continuaron en muchas partes venerando el agua de los manantiales: as�� en el nacimiento del Cefiso en Beocia, se ve una al lado de otra, las ruinas de dos ninfeos griegos con sus elegantes columnas y la pesada arquitectura de una capilla de la Edad Media. En la Europa occidental algunas iglesias y conventos han sido constru��dos en la orilla de las fuentes; pero en muchos m��s puntos
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