de sus rizos, los contornos indecisos y flotantes de las piedras sumergidas, es lo ��nico que revela que ese fluido tan claro, es agua lo mismo que los r��os cenagosos. Inclin��ndonos sobre la fuente y viendo en ella reflejada nuestra cara fatigada y con frecuencia nada buena sobre su l��mpida superficie, no hay nadie que no repita instintivamente, hasta sin haberlo aprendido, el antiguo canto que los g��ebros ense?aban �� sus hijos:
Ac��rcate �� la flor, pero no la deshojes, M��rala y d�� en voz baja: ?Oh, qui��n fuera tan bueno!
En fuente cristalina no arrojes nunca piedras; Cont��mplala y exclama: ?Oh, qui��n fuera tan puro!
?Qu�� hermosas son esas cabezas de n��yade con la cabellera coronada de hojas y flores que los artistas hel��nicos han burilado en sus medallas y esas estatuas de ninfas que han elevado sobre las columnatas y los templos! ?Cu��n encantadoras son esas im��genes ligeras y vaporosas que Goujon ha sabido, no obstante, fijar para los siglos en el m��rmol de sus fuentes! Cu��n graciosa y alegre no es esa fuente que el viejo Ingres ha casi esculpido con su pincel! Nada parece ser tan fugitivo, tan indeciso como el agua corriente vista entre juncos; es cosa de preguntarse c��mo una mano humana puede atreverse �� simular la fuente, con sus rasgos precisos, en el m��rmol �� la tela; pero pintor �� escultor, el artista no tiene m��s que mirar esta agua transparente, dejarse seducir por el sentimiento que le invade, para ver que aparece ante su vista la imagen graciosa y de redondeces abultadas y hermosas. H��la ah��, bella y desnuda, sonriendo �� la vida, fresca como la onda en la que su pie se ba?a; es joven y no envejecer�� jam��s; aunque las generaciones pasen r��pidas ante ella, sus formas ser��n siempre igualmente suaves, su mirada igualmente pura, y el agua que se extiende como perlas en su urna encantada, brillar�� siempre al sol con iguales resplandores. ?Qu�� importa que la ninfa inocente, desconocedora de las miserias de la vida, no tenga en su cabeza un torbellino de ideas! Feliz ella, no sue?a en nada; pero su dulce mirada nos hace so?ar �� nosotros y, �� su vista, nos prometemos ser sinceros y buenos hasta ser su igual, y su virtud nos fortalece contra el mundo odioso del vicio y la calumnia.
La leyenda romana nos dice que Numa Pompilio ten��a como consejera �� la ninfa Egeria. Penetraba solo en el interior de los bosques, bajo la sombra misteriosa de las encinas; se aproximaba confiadamente �� la gruta sagrada y con su sola presencia, al agua pura de la cascada, con su ropaje bordado de espuma y el flotante velo de vapor, irisado, adquir��a la forma de una mujer hermosa y le sonre��a con amor. Numa, el m��sero mortal, la hablaba como �� su igual, y la ninfa le contestaba con voz cristalina, �� la que se mezclaban como un coro lejano el murmullo del follaje y los ruidos del bosque. El legislador aprendi�� all�� su sabidur��a. Ning��n anciano con su barba blanca hubiera pronunciado palabras tan juiciosas como las que sal��an de los labios de la ninfa, inmortal y eternamente joven.
?Qu�� nos dice esta leyenda, sino que s��lo la naturaleza y no la bara��nda de las multitudes puede iniciarnos en la verdad? ?qu�� para iniciarse en los misterios de la ciencia es preciso retirarse �� la soledad y desarrollar su inteligencia por la reflexi��n? Numa Pompilio, Egeria, no son m��s que nombres simb��licos que resumen todo un per��odo de la historia del pueblo romano, lo mismo que la de toda sociedad naciente: �� las ninfas, ��, por mejor decir, �� las fuentes; �� los bosques, �� los montes deben los hombres la inspiraci��n de sus costumbres y sus leyes en el origen de la civilizaci��n. Y aun cuando fuera cierto que la discreta naturaleza hubiera dado as�� consejos �� los legisladores, transformados bien pronto en opresores de la humanidad, ?cu��nto bien no ha hecho sobre ella en favor de los que sufren en la tierra, para darles energ��a, consolarlos en las horas de desgracia y fortalecerlos para la gran batalla de la vida! Si los oprimidos no hubieren tenido donde templar las energ��as y crearse un alma fuerte contemplando la tierra y sus grandes paisajes, la iniciativa y la audacia hubieran muerto ha muchos siglos. Todas las cabezas se hubieran inclinado ante unos cuantos d��spotas y todas las inteligencias hubieran ca��do en una indestructible red de sutilezas y mentiras.
En nuestras universidades �� institutos, muchos profesores, sin saber lo que hacen �� creyendo hacer bien, intentan disminuir el valor de la juventud educando la fuerza y la originalidad seg��n sus propias ideas, imponiendo �� todos la misma disciplina y mediocridad. Existe una tribu de pieles rojas en la que las madres intentan hacer hijos para consejeros y
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