vino añejo. Pagaba además con rumbo generoso a los cuarenta o cincuenta
ganapanes que habían llevado en hombros las andas, y en las andas la mesa, con Cristo,
Apóstoles y _cuanto Dios crió_; empresa titánica, de la cual no pocos quedaban
derrengados y con feroces ampollas, a pesar de las almohadillas.
Aquella noche echaba D. Acisclo el bodegón por la ventana.
La gente menuda fumaba a su costa los mejores coraceros que había en el estanco, y el
señorío tomaba chocolate con hojaldres, empanadas, hornazos, tortas de varias clases,
como por ejemplo, de polvorón y de aceite, y roscos de vino y de huevo.
En cualquier día y a cualquier hora se mostraba en todo que D. Acisclo era espléndido y
acaudalado.
El patio de la casa era anchuroso y enlosado de mármol. En su centro lucía una taza de
mármol también, donde caía el agua clara de un copioso y alto surtidor. En torno de la
fuente se veían muchas macetas con flores y hierbas olorosas, y alrededor arriates con
bojes, que formaban bolas y pirámides, y rosales de enredadera, jazmines y naranjos, que
revestían el muro y trepaban por cima de los balcones del piso principal, tejiendo una
capa o manto de flores, frutos y verdura, y embalsamando el ambiente, ya con el olor del
azahar, ya con el más leve aroma de jazmines y de mosquetas.
De este patio, así como de un jardín más extenso, con honores de huerta, que había a
espaldas de la casa, cuidaba doña Luz con esmero. Hasta hacía venir flores y plantas, que
jamás se habían conocido en Villafría, y solía aclimatarlas.
De nada más cuidaba doña Luz, no por desidia, sino porque, según decía D. Acisclo, se
obstinaba en sostener que estaba como de huésped, y no quería meterse en camisón de
once varas.
Quien lo gobernaba todo, la verdadera directora y ama de llaves, era la Sra. Petra, de edad
de cincuenta años muy cumplidos. Ella entendía en el gasto diario, vigilaba la cocina y
tenía las llaves de la despensa, de la repostería, de la candiotera, de las cuatro bodegas de
vino, aceite, aguardiente y vinagre, y de los desvanes o graneros, donde siempre había
trigo, cebada, arvejones, yeros, matalahúga y otras semillas.
A las inmediatas órdenes de la Sra. Petra había cuatro criadas: dos, zagalonas aún, duras
en el trabajo, de apretadas carnes y músculos de acero, las cuales eran de las que llaman
por allá de cuerpo de casa, esto es, que servían para fregar, aljofifar, enjalbegar y tenerlo
todo saltandito de limpio; otra, ya más granada, aunque moza también, que cosía, zurcía
y planchaba la ropa, y otra que guisaba los más castizos y sabrosos guisotes de la tierra, y
que sabía hacer almíbares, cuajados, pastelillos, arrope y gachas de mosto.
Toda esta tropa femenina habitaba y dormía en el piso principal de la casa de campo,
donde también tenían habitación el aperador, su mujer y sus cuatro chiquillos; pero éstos,
tan apartados, que no se veían ni se entendían sino cuando el amo llamaba.
Había, por último un mozo, que dormía junto a la caballeriza y cuidaba de ella, de los
patios y corrales.
Tal era la servidumbre doméstica, por decirlo así. Pero ya se entiende que los jornaleros,
el mulero, los caseros, los viñadores, los pisadores, los del molino y la demás gente que
se empleaba en las faenas agrícolas, iban y venían y hacía estancia en la casa de campo,
donde había anchura sobrada, y alambique, lagar, alfarje y prensas para la aceituna y la
uva.
Resultaba, pues, como ya queda apuntado, que en la casa de los amos sólo vivían D.
Acisclo, doña Luz y su criada Juana.
Tomás, el antiguo criado del marqués, vivía en la casa solariega con un mozuelo que le
ayudaba a cuidarla y a cuidar también el hermoso caballo negro de la señorita.
En la casa había dos mesas: una a la que se sentaban D. Acisclo y doña Luz y algún
convidado si le había; otra para la familia (en los pueblos andaluces se sigue llamando
familia a los criados), y en dicha mesa se sentaban la señora Petra presidiendo, las dos
mozas de cuerpo de casa, la costurera y planchadora, la cocinera, el mozo de la
caballeriza, Tomás y su ayudante, y la Juana, doncella de la señorita doña Luz.
El aperador y los suyos hacían rancho aparte y tenían una cocinilla moruna donde guisaba
la aperadora.
Esto no impedía que ella, o alguno de sus hijos, o todos, incluso el aperador, aunque no
hijo, sino padre, estuviesen convidados con frecuencia a la mesa de la familia, a la cual se
sentaban asimismo el mulero y otros cuando estaban en el lugar, y a la cual la señora
Petra y la Juana se atribuían el
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