Doña Luz | Page 7

Juan Valera
poco se
ahoga S. S. I. con el humo que se armó. Pero en cambio había una magnífica cocina de
señores, con chimenea de campana, de muchísimo tiro, donde ardía siempre, durante la
estación fría, abundante leña de olivo y de encina y rica pasta de orujo; donde rara vez se
guisaba; y donde los señores se calentaban muy a su sabor. En esta cocina adornaban las
paredes varias jaulas de perdices, puestas sobre repisas, escopetas y otras armas, y
algunas cabezas de ciervos, lobos, zorros, tejones y garduñas, muertos por D. Acisclo.
En el piso bajo había casi tanta habitación como en el principal; y, si se contaba con el
patio con toldo, había más. Allí se vivía durante el verano. En toda estación estaba allí el

despacho de D. Acisclo, donde este activo labrador y ganadero trataba con chalanes,
corredores, rabadanes, aperadores, capataces y caseros: entendiéndose por caseros, no el
terror de los inquilinos morosos, como en Madrid, sino los que cuidan y guardan las
caserías o viviendas de cada finca rústica.
En el piso bajo, en la sala de más aparato y autoridad, que se llamaba la cuadra, porque
era cuadrada, había también algo que daba lustre a aquella casa. Es de saber que en no
pocos pueblos de Andalucía hay multitud de imágenes benditas, que se sacan en
procesión en las grandes festividades, y singularmente en Semana Santa. El número de
estas imágenes suele hacer que no quepan bien en los templos, por lo cual muchas están
depositadas en casas particulares hasta el único día del año en que han de salir en
procesión. D. Acisclo tenía en la cuadra baja una de estas imágenes, de cuya cofradía era
hermano mayor; pero no era una imagen de tres al cuarto, sino la más complicada que se
conocía y la de mayor empeño y coste, ya que en realidad no rezaba con ella aquel decir
proverbial de:
Santirulitos bonitos, baratos, Ni comen, ni beben, ni gastan zapatos.
Aquella imagen o representación comía y bebía, o mejor dicho, cenaba: era nada menos
que la Cena.
Cristo y los doce apóstoles de bulto estaban sentados a la mesa; Cristo echaba la
bendición, San Juan se dormía sobre el hombro de su Divino Maestro, y el feísimo y
traicionero Judas, con enmarañado pelo rojo, metía la mano en el plato del centro, porque
es sabido que no tenía pizca de educación.
El Jueves Santo salía en procesión la Cena, y el Miércoles Santo por la noche estaba
expuesta en la cuadra a la veneración de los fieles, quienes con tal motivo tenían entrada
franca en la casa, lo cual se llamaba y se llama aún visitar las insignias, y apenas quedaba
en el lugar quien no las visitase en la víspera de la respectiva procesión. Y esto si contar
con los forasteros.
La mesa en que Cristo y los apóstoles estaban sentados, era bastante capaz, y, en tan
solemnes días, se cubría con preciosos manteles alemaniscos y se adornaba con mil
lindezas, flores, viandas, dulces y frutas. Aunque no había en la mesa _de cuanto Dios
crió_, como afirmaba la gente del pueblo con encarecimiento desmedido, era innegable
que había objetos raros y costosos: uvas de corazón de cabrito como acabadas de coger y
que por milagro se habían conservado, claveles y tempranas rosas de olor en grandes
piñas, ramos de violetas y camelias, etc., etc. Las paredes de la sala donde estaba la Cena
se tapizaban de damasco carmesí; sobre el damasco se colgaban lindas y antiguas
cornucopias con muchas velas de cera ardiendo, y también en la sala había verdes plantas,
y canarios en jaulas, y una enorme cruz negra de madera, con adornos y remates de plata
fina, asida a la pared por fuertes alcayatas. Era la cruz que D. Acisclo, cuando mozo,
había llevado al hombro en las procesiones durante muchos años, porque había sido y era
aún hermano de cruz, aunque jubilado, y aún se vestía de nazareno, para ir en la
procesión como hermano mayor delante de la Cena, con una túnica de rica seda morada
que había costado un dineral; pero entonces no llevaba la cruz, sino una pértiga reluciente,

signo de autoridad y mando. Su hijo primogénito iba delante con el estandarte de la
cofradía.
El gasto de la fiesta era grande, porque D. Acisclo costeaba toda la cera que llevaban
ardiendo los que con sendas velas seguían su insignia, y en la noche del Jueves Santo,
terminada ya la procesión, daba de cenar a todos los cofrades, que eran muchos,
agasajándolos y hartándolos con potaje de habas, cornetillas picantes, cazón en ajo de
pollo, bacalao con tomates o en albóndigas, a veces hasta serafines fritos, pues, aunque
parezca extraño, serafines se llaman en aquel país los boquerones, y de postres deliciosos
pestiños y
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