derecho, y no se descuidaban en ejercerle, de hacer las
invitaciones que se les antojaban.
Tal era la casa en que durante doce años había vivido doña Luz, y tal la gente de que
estaba rodeada en mayo de 1860.
-IV-
Los amigos íntimos de doña Luz
Doña Luz, dadas las circunstancias en que se hallaba y las condiciones de su carácter, no
podía menos de vivir como vivía.
El orgullo es malo sin duda.
¿Cuánto mejor y más cristiana no es la humildad? En el orgullo hay mucho de egoísmo,
mientras que la humildad es toda devoción y abandono. Y sin embargo, ¿cómo negar que
un orgullo bien dirigido es causa a veces de altas virtudes y de honrada conducta?
Sea como sea, no debemos ocultar que nuestra heroína era muy orgullosa.
Quien esto escribe no tiene manías o predilecciones aristocráticas. Al contrario, siempre
se ha obstinado en creer que no vale menos la gente de los lugares que la más encopetada
de la corte. Mutatis mutandis, todo le parece lo mismo: la mujer del alcalde es igual a una
emperatriz o reina, la del escribano equivale a la duquesa más en moda en Madrid, y el
majo Fulanito se le antoja más brioso, y gallardo, buen jinete, seductor, afable y ameno,
que el más perfecto dandy de cuantos ha conocido.
Pero, mirándolo bien, esto no es espíritu democrático discreto, sino negro y
desconsolador pesimismo. La democracia optimista y sana consiste, sin duda, en creer
que la mejor educación desde la primera infancia, el buen ejemplo y nombre de padres y
abuelos, la obligación de no deshonrar ni deslustrar este buen nombre y el vivir en medio
más urbano y culto, deben ser escuela e incentivo eficaz para ser virtuosos o discretos, o
seductores, o dignos o todo a la vez. En igualdad de índole y de luces intelectuales debe,
por consiguiente, valer mucho más quien posee los dichos exteriores requisitos que aquel
que no los posee: en igualdad de condiciones internas, la hija de un marqués, por ejemplo,
aun cuando sea bastarda, debe conducirse mejor que la hija de un pelafustán. De entender
lo contrario por espíritu democrático, se seguiría que lo que debemos desear es la
igualdad bajando y no subiendo: la nivelación en la ignorancia, la abyección y la miseria,
y no la nivelación y elevación posibles, en todos aquellos medios, en toda aquella
acumulación de recursos hecha por las pasadas generaciones, a fin de que con su auxilio
sigamos ascendiendo hacia el bien, hacia la luz y hacia la belleza.
Yo comprendo como veneranda y punto menos que santa, aunque vaya por caminos
extraviados, la intención del demagogo, demócrata y hasta socialista, que pugne por dar a
todos los hombres educación liberal, recursos y cuantos elementos gozan los llamados
aristócratas, si es que estos elementos valen, no sólo para gozar, sino para ser mejores;
pero si sólo valen para gozar y ser más débiles, corrompidos y ruines, no me explico la
democracia progresista, sino la democracia de Rousseau, que procura retrotraer a la
humanidad al estado salvaje.
De cualquier modo que sea, conste que yo no defiendo aquí esta o aquella opinión. No es
lo que escribo un tratado de filosofía política. No intento tampoco presentar a doña Luz
como un dechado de excelencias, sino presentarla tal como ella fue.
Doña Luz sentía profundamente la dignidad humana, pero suponía que lo claro y distinto
de este sentimiento, que había en ella más que en otras personas, no dependía sólo de un
don natural y gratuito, sino de una educación superior a la de la generalidad, y mucho
más esmerada. Esto, más bien que orgullo, parece modestia. Ella creía tener un ideal de sí
propia que había ido realizando y como trayendo fuera, merced sin duda a su misma
energía, pero auxiliada de circunstancias dichosas e iniciales que debía a la Providencia,
y en que no todos, sino pocos, se hallan. Se juzgaba, pues, como favorecida por Dios, y
por lo mismo con más obligaciones que cumplir. Por cada favor divino, una obligación
sagrada. Tenía talento, estaba obligada a cultivarle; era bella y fuerte, necesitaba
conservar su fuerza y su hermosura; había recibido un nombre ilustre, y, ya que no
acertase a ilustrarle más, no debía mancharle.
Aunque ella se considerara igual por naturaleza a los demás seres humanos, los juzgaba a
todos marchando en busca de mayor bien y de superior altura más luminosa y serena. Si
ella, aun cuando fuese por un capricho de la suerte, iba delante y se hallaba más cerca de
la cumbre, su filantropía no podía extenderse a más que a dar la mano a los que
estuviesen en condiciones de trepar hasta donde estaba ella, y no a aquellos que estaban
tan bajos o tan hundidos en el lodo, que
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