Doña Luz | Page 6

Juan Valera
su origen, el vicio de su nacimiento, la humilde condición de su
desconocida madre, obraban por reacción en su ánimo y casi convertían su orgullo en
fiereza. Para limpiar aquella mancha original, quería ser doña Luz mucho más limpia y
mucho más pura.
No quería pordiosear ni deber nada a nadie.
Conservaba sin vender su casa solariega del lugar con sus antiguos muebles y dos criados.
Si no vivía en ella, pensaba vivir más tarde, o bien porque don Acisclo podría faltar, o
bien porque ya, entrada ella en años, nadie podría extrañar que viviese sola.
Entretanto, vivía doña Luz en el caserón de don Acisclo, donde tenía holgada e
independiente habitación, y donde había traído, para adornarla, sus más bonitos y
preciosos muebles y sus libros mejores.
En pago de esta hospitalidad, hacía aceptar a don Acisclo, por más que éste se había
resistido, más de la mitad de sus rentas, o sea 8.000 reales al año. Con lo restante, como
era económica y arreglada, tenía lo suficiente para vestirse, comprar algunos libros
nuevos y hacer limosnas.
El único lujo, el único regalo de doña Luz, era un magnífico caballo negro, en el cual
solía ella salir a paseo con D. Acisclo o con un criado llamado Tomás, que había
envejecido en el servicio de su padre.
Don Acisclo estaba viudo hacía muchísimo tiempo. Tenía dos hijos y tres hijas, todos
casados y con casa aparte, de modo que, en la soledad anchurosa de aquel inmenso
caserón, doña Luz y D. Acisclo se daban mutua compañía.
Rayaba ya D. Acisclo en los setenta años; pero estaba recio y bien de salud. Iba derecho
como un huso; era hombre ágil y enjuto de carnes; y, si no sabía más que leer y escribir
medianamente y las cuatro reglas, y si jamás había leído un libro, tenía gran despejo
natural, aunque burdo. Jamás había turbado su conciencia con sutilezas morales. Así es
que no le remordía, como hemos dicho, de haber contribuido a la ruina del marqués. Si se
había aprovechado de ella mejor le parecía que hubiese sido él que no otro. Mucho le
hubiera dolido ver en manos extrañas el caudal de su amo. Poseíale, por lo tanto, de
buena fe, con justo título, y hasta con y por cierto sentimiento de veneración a la memoria

del difunto ilustre poseedor.
Esta veneración se extendía, o mejor dicho, se extremaba y llegaba a su colmo, sin
afectación ni servilismo, cuando se trataba de la señorita doña Luz, en quien, fascinado el
viejo, creía descubrir a un ser cuyos arcanos pensamientos, móviles y resortes de acción,
apenas entreveía; a una criatura rara e inusitada, de otra casta muy diferente de la suya, y
con la cual, sin embargo, comía de diario y tenía la honra de compartir la vivienda.

-III-
De otras menudencias que la escrupulosidad del narrador no permite que pasen en
silencio
Constaba esta vivienda, como la de muchos otros ricos hacendados de Andalucía, de dos
casas contiguas, en comunicación: la de los amos y la que se llama siempre casa de
campo, aunque esté en el centro de la población.
La casa de los amos no tenía más habitantes que D. Acisclo en un extremo, y doña Luz en
otro, con su vieja criada Juana, que dormía en un cuarto al lado del de su señora.
Había un gran comedor, otro comedor pequeño para diario y varios salones de respeto,
que no se abrían sino en las ocasiones solemnes, y donde, entre otras preciosidades, D.
Acisclo, sus hijos, hijas, yernos y nueras, todos resplandecían retratados al óleo, de
tamaño más que natural, y casi de cuerpo entero, por un pintor ambulante que acertó a
pasar por Villafría, y que llevó una onza de oro por cada retrato. Verdad es que D.
Acisclo le agasajó y trató a cuerpo de rey, sentándole a su mesa todo el tiempo que tardó
en pintarlos, lo cual fue obra de cinco meses, y luego, al partir, le hizo presente de mil
chucherías, como, por ejemplo, de un pipotillo con aguardiente de doble anís, de orejones
secos y de alfajores y piñonate. Los retratos lo merecían por lo parecidos. No les faltaba
más que hablar. Las blondas que figuraban en los de las damas, estaban algo confusas al
principio; pero, cediendo a las quejas de las damas susodichas, el pintor lo arregló con
ingenioso artificio. Untó en albayalde un pedazo de tul, le aplicó al sitio del cuadro, ya
seco, donde la blonda estaba representada, y resultó un efecto maravilloso, porque hasta
los agujeritos de la blonda se veían y aun podían contarse.
Todo esto era en el piso principal, donde había dos chimeneas, que allí llaman francesas,
y que no se encendieron sino cuando vino el obispo, en pleno invierno, y por
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